Constantino
Molina Monteagudo,
portador del fuego,
premio Adonáis de Poesía 2014
Recuerdo a un muchacho
avispado, de unos trece o catorce años, sentado al lado de la ventana, en una
de esas aulas de la Universidad Laboral de Albacete que dan a los pinos, los plátanos,
los olivos y los jardines. Ahí está, medio muerto de frío, mirando los árboles,
persiguiendo a las ardillas, quedándose un pedazo del cielo azul. Yo les
hablaba de Nirvana y de Garcilaso de la Vega, de Pearl Jam y de Homero o los
aburría con la interminable perorata de sintagmas y acentos mal puestos.
Aunque
Constantino era de una discreción y de una timidez casi ejemplares, ya por
entonces sobresalía entre los demás: llevaba el fuego dentro. Atendía en clase
con un entusiasmo reservado, como quien intenta contener una emoción
incontrolable, como quien protege de la oxidación su pequeño tesoro de
palabras. Después ha venido ese largo camino silencioso de la creación, de la
entrega a las palabras y a los libros. Rara
avis, fue haciendo de su don poético su pan de cada día, ejemplarmente, con
una decisión inquebrantable.
Como Antonio Rodríguez, ha madurado con esmero su
pasión por la poesía, la ha ido decantando con pulcritud, obedeciendo
únicamente al impulso de la belleza, la sensibilidad y el pensamiento. Ha leído
mucho, mucho ha escrito, mucho ha inquirido en la esencia de las cosas hasta
forjar la mirada viva que nos restituye a la naturaleza y a la esencia de las
cosas. Ese oficio solitario, esa devoción lo han convertido en el gran poeta que
hoy nos deslumbra recogiendo con Las
ramas del azar el Premio Adonáis de Poesía, el premio entre los premios, el
que lleva inscrita en su aureola los nombres de José Hierro, Francisco Brines,
Claudio Rodríguez, José Angel Valente, Antonio Colinas o, entre los nuestros, Rubén
Martín Díaz.
El camino se ha ido
jalonando de espacios de silencio y de pequeños éxitos. Se hizo con el Jóvenes
Artistas de Castilla La Mancha, ganó el Jóvenes Creadores de Albacete,
participó como miembro de pleno derecho en las distintas ediciones de Fractal
Poesía (incluso recitó sus poemas en Fuenteálamo) y cerró la antología El llano en llamas, apareció en la selección
de jóvenes talentos Tenían veinte años y
estaban locos, coordinada por Luna Miguel, fue finalista del Loewe, del
Alegría, del mismo Adonáis… Con poemas de trabajos anteriores como “Voluntad de
la luz” y “Están ustedes algo equivocados respecto a los poetas”, Un canto que no gira, el que iba a ser
su primer libro, por fin, se preparaba en Madrid.
En fin, todo apuntaba a que
teníamos ante nosotros a uno de los timoneles de la Poesía del Siglo XXI. Aquí
está. Su poesía ha bebido de muchas fuentes, pero es original, auténtica, sensitiva,
libre, profunda. Tiene la personalidad del que mira con los ojos limpios a la
naturaleza, del que otorga un idéntico valor trascendente a las pequeñas y a
las grandes cosas. Es un poeta de nuestra tierra y de la tierra, capaz de
entusiasmarse con el vuelo de un lúgano y de preguntarse por la vida íntima de
la piedra más sencilla, de entregarse a una escultura de Bernini y de
desacralizar los reinos ampulosos del estro poético. “Siempre la claridad viene
del cielo:/ es un don”, decía Claudio Rodríguez. ¿Dónde la ebriedad?
Constantino Molina Monteagudo lo sabe muy bien. Disfrutemos de su estancia
entre nosotros, aprendamos con él a mirar la realidad con la inteligencia y el
amor que se merece.
Enhorabuena.
DE LA SERVIDUMBRE El pájaro doméstico, en su pequeña celda, nunca conocerá temblor de rama que sostenga el encanto de su trino. Canta, tan orgulloso como acostumbrado, la villanía de renombrar su servidumbre.
EL CORAZÓN DEL MÁRMOL
El rapto de Proserpina, G. Bernini Este trozo de mármol que ahora observo descansaba en el sueño soterrado de unas colinas próximas a Roma. Ya entonces, muchos siglos antes de que naciera su escultor, en la entraña del monte, Plutón y Proserpina se enzarzaban en su lucha insistente. Las manos de su autor no eran de hueso y carne todavía, y el corazón del mármol ya tomaba la forma de los cuerpos. Ya los dedos se hincaban en el muslo y ondulaba el cabello en movimiento. Fue al pasar cientos de años cuando alguien acabó por escuchar el corazón del mármol: allí donde la piedra se hace carne y, al contrario, la carne se hace piedra. Y fue entonces así que un pequeño cincel siguió el dictado latente de la roca, que vieron luz los miembros y los gestos ya para siempre eternos de aquel mito, y que el pulso dinámico del tiempo, mientras todo seguía siendo bello y cruel, se llevaba de nuevo las manos de Bernini hacia el polvo infinito de la nada.