domingo, 28 de diciembre de 2014

Constantino Molina Monteagudo, portador del fuego





Constantino Molina Monteagudo, 
portador del fuego, 
premio Adonáis de Poesía 2014



Recuerdo a un muchacho avispado, de unos trece o catorce años, sentado al lado de la ventana, en una de esas aulas de la Universidad Laboral de Albacete que dan a los pinos, los plátanos, los olivos y los jardines. Ahí está, medio muerto de frío, mirando los árboles, persiguiendo a las ardillas, quedándose un pedazo del cielo azul. Yo les hablaba de Nirvana y de Garcilaso de la Vega, de Pearl Jam y de Homero o los aburría con la interminable perorata de sintagmas y acentos mal puestos. 

Aunque Constantino era de una discreción y de una timidez casi ejemplares, ya por entonces sobresalía entre los demás: llevaba el fuego dentro. Atendía en clase con un entusiasmo reservado, como quien intenta contener una emoción incontrolable, como quien protege de la oxidación su pequeño tesoro de palabras. Después ha venido ese largo camino silencioso de la creación, de la entrega a las palabras y a los libros. Rara avis, fue haciendo de su don poético su pan de cada día, ejemplarmente, con una decisión inquebrantable. 

Como Antonio Rodríguez, ha madurado con esmero su pasión por la poesía, la ha ido decantando con pulcritud, obedeciendo únicamente al impulso de la belleza, la sensibilidad y el pensamiento. Ha leído mucho, mucho ha escrito, mucho ha inquirido en la esencia de las cosas hasta forjar la mirada viva que nos restituye a la naturaleza y a la esencia de las cosas. Ese oficio solitario, esa devoción lo han convertido en el gran poeta que hoy nos deslumbra recogiendo con Las ramas del azar el Premio Adonáis de Poesía, el premio entre los premios, el que lleva inscrita en su aureola los nombres de José Hierro, Francisco Brines, Claudio Rodríguez, José Angel Valente,  Antonio Colinas o, entre los nuestros, Rubén Martín Díaz.



El camino se ha ido jalonando de espacios de silencio y de pequeños éxitos. Se hizo con el Jóvenes Artistas de Castilla La Mancha, ganó el Jóvenes Creadores de Albacete, participó como miembro de pleno derecho en las distintas ediciones de Fractal Poesía (incluso recitó sus poemas en Fuenteálamo) y cerró la antología El llano en llamas, apareció en la selección de jóvenes talentos Tenían veinte años y estaban locos, coordinada por Luna Miguel, fue finalista del Loewe, del Alegría, del mismo Adonáis… Con poemas de trabajos anteriores como “Voluntad de la luz” y “Están ustedes algo equivocados respecto a los poetas”, Un canto que no gira, el que iba a ser su primer libro, por fin, se preparaba en Madrid. 

En fin, todo apuntaba a que teníamos ante nosotros a uno de los timoneles de la Poesía del Siglo XXI. Aquí está. Su poesía ha bebido de muchas fuentes, pero es original, auténtica, sensitiva, libre, profunda. Tiene la personalidad del que mira con los ojos limpios a la naturaleza, del que otorga un idéntico valor trascendente a las pequeñas y a las grandes cosas. Es un poeta de nuestra tierra y de la tierra, capaz de entusiasmarse con el vuelo de un lúgano y de preguntarse por la vida íntima de la piedra más sencilla, de entregarse a una escultura de Bernini y de desacralizar los reinos ampulosos del estro poético. “Siempre la claridad viene del cielo:/ es un don”, decía Claudio Rodríguez. ¿Dónde la ebriedad? Constantino Molina Monteagudo lo sabe muy bien. Disfrutemos de su estancia entre nosotros, aprendamos con él a mirar la realidad con la inteligencia y el amor que se merece. 

Enhorabuena.
  


DE LA SERVIDUMBRE
 
El pájaro doméstico,
en su pequeña celda,
nunca conocerá temblor de rama
que sostenga el encanto de su trino.
 
Canta, 
tan orgulloso como acostumbrado,
la villanía
de renombrar su servidumbre.
 
 
 

EL CORAZÓN DEL MÁRMOL
  
El rapto de Proserpina, G. Bernini
 
 
Este trozo de mármol que ahora observo
descansaba en el sueño soterrado
de unas colinas próximas a Roma.
 
Ya entonces, muchos siglos
antes de que naciera su escultor,
en la entraña del monte,
Plutón y Proserpina se enzarzaban
en su lucha insistente.
 
Las manos de su autor
no eran de hueso y carne todavía,
y el corazón del mármol ya tomaba
la forma de los cuerpos.
Ya los dedos se hincaban en el muslo
y ondulaba el cabello en movimiento.
 
Fue al pasar cientos de años
cuando alguien acabó por escuchar
el corazón del mármol:
allí donde la piedra se hace carne
y, al contrario, la carne se hace piedra.
 
Y fue entonces así
que un pequeño cincel siguió el dictado
latente de la roca,
que vieron luz los miembros y los gestos
ya para siempre eternos de aquel mito,
y que el pulso dinámico del tiempo,
mientras todo seguía siendo bello y cruel,
se llevaba de nuevo las manos de Bernini
hacia el polvo infinito de la nada. 
 
 

martes, 16 de septiembre de 2014

Una contradicción permanente. Notas sobre la poesía de Julio Cortázar




 Una contradicción permanente
Notas sobre la poesía de Julio Cortázar






“El poeta, contradicción permanente, teje el poema con las arañas pero a la vez quisiera las cosas fuera de la tela, las cosas moscas en su libre vuelo. Sabe que de alguna manera mata las cosas al mostrarlas (Rilke dixit) y por eso, ya no puede no tejer la tela, multiplica las oportunidades de la distracción, mezcla las barajas del presente, cambia los sentidos, enloquece las agujas de marear, confunde entrar y salir, cara y cruz, arriba y abajo.”

-Julio Cortázar, Alto el Perú-



El poeta es esa contradicción permanente que le da sentido al universo. Desde su boca, que es siempre algo más que suya, asistimos a la celebración de la existencia. En su canto la vida no cesa de aspirar a ser algo más que sólo vida. Hay en la palabra poética, que es oráculo y acción, que es expresión y comunicación, lugar y ubicuidad, un susurro que procede desde el origen atávico del lenguaje, desde el instinto iniciático de desplegar la realidad que nos posee como hombres. Liberar el instinto del dogal de la civilización ha de ser el primer paso en la conquista de la antropofanía, en la restauración de la integridad perdida. El despliegue poético, que es arrebato y compromiso, se efectúa desde las cosas y hacia las cosas, desde el lenguaje y hacia el lenguaje. Cuando el poema atrapa la realidad, la está haciendo más libre, la dota de una autonomía mágica, la insemina con la emergencia intuida de ser algo más. Cuando en una palabra cabe un hombre, siempre hay un hombre más sin descubrir. Si en el poema nace un orden, ése es un orden que no responde sino a un movimiento perpetuo, a un crecimiento sin fin. Los dominios de lo poético son el taller flotante en que se forja la triple aventura del lenguaje, la realidad y el hombre.




La palabra poética es una revolución en sí misma. Emana de una rebeldía, de una audacia que la precede siempre y que más tiene que ver con la naturaleza y la conciencia innatas del hombre que con una premeditación estética. Late en el fondo de nuestro ser, que es también nuestro lenguaje, una propensión analógica, intuitiva, proteica de conocer, de nombrar por primera vez todo. Al espíritu racionalista que describe las cosas, las clasifica y las define, se llega después, desde la locución filosófica y el pensamiento discursivo. De la solución de continuidad que se vive entre la lógica y la afectividad nace un lenguaje que nos ennoblece y nos dignifica. La música de la existencia viene cifrada por las coordenadas de una palabra que nos recoge y nos bifurca, nos establece y nos devuelve a la vida, en un proceso incesante de entusiasmo y consumación. La realidad a la que pertenecemos nos pertenece en su absoluto y es la palabra poética la única responsabilidad auténtica a que obedecemos. El lenguaje es una rueda que gira en el vacío; el vacío gira en el lenguaje, se hace rotación en cada vuelta. Los signos –como sabía Octavio Paz– están en rotación. El mundo y la palabra que lo dice son inconstantes y es el poema el lugar donde el milagro de la creación se cumple. En el principio era la palabra.

En Cortázar, las palabras celebran esa ceremonia de la confusión de la realidad en la que el juego literario adquiere coherencia, en la que la negación del canon y sus modos discursivos no es más que la posibilidad de adentrarse con armas nuevas en los terrenos inexplorados que nos hacen concebir un más allá. La definición cortazariana de lo humano se presiente en la demolición de instituciones glorificadas, usos estereotipados, miradas convencionales e imperativos de seguridad y solvencia. La palabra poética cortazariana propondrá siempre un lenguaje “matinal”, en que se invente cada vez el mundo, en que el mundo se revele de profundis como por primera vez.

Una doble libertad es precisa: la libertad de las palabras, que quisieran resolver la afasia semántica en que se hallan sumidas, y la libertad de las cosas en sí mismas, acorraladas en nombres que no las dicen. La aventura existencial ha de consistir en el trazo de una línea que recoja, sin someterlos, esos dos polos. El único texto posible referirá, simultáneamente, la condición humana esencial, la intervención del hombre en el mundo y la dimensión desconocida de lo real. Las restricciones del pensamiento convencional y las predisposiciones de la cultura se olvidan de las excepciones, las irregularidades, las irrealidades y los sueños en cuyo hálito existe en profundidad el mundo. La huida de la Gran Costumbre es el intersticio fascinante por el que escapamos del hierro de lo establecido, la brecha por la que amanecemos a una mirada utópica y crítica. En Cortázar nos encontraremos, a contracorriente, enloquecidas las agujas de marear, con ese poeta en que se cifran vitalmente las oportunidades de la distracción.


La contradicción que el poeta entraña es una de sus más abundantes cualidades, en tanto le permite una conciliación más allá de todo sistema, un tejido que aprovecha la negación de lo discursivo y lo metódico para el asalto de los perfiles insospechados de la creación. Sólo desde esa desautomatización que profiere un grito nos será dado contemplar el auténtico día onírico, la inmensidad del juego, las regiones lúcidas de lo fantástico, la verdadera cara de los ángeles. Esa contradicción le otorga al poeta poderes mágicos, porque en su palabra hay placer, compromiso e inteligencia. En la palabra poética se consolida nuestra vocación humana original, se aceptan los encuentros, las afinidades, las coincidencias significativas y, finalmente, se desentrañan el milagro y el secreto de la vida.

Al irreductible encanto de cantar y al enfrentamiento poético en que se cumplen las posibilidades de decir y ser dicho, al feraz compendio de deseo inextinguible y de acción nos invita la poesía de Julio Cortázar. El poema lleva inscritas en su naturaleza la necesidad de ser más, la necesidad de negar los cauces obsoletos de la poética convencional y la necesidad de conciliar las respiraciones de la vida y el arte en la construcción de un discurso que se mueva por encima de todo discurso, que instale al lector en una plataforma hierática y que ofrezca el diáfano nacimiento de una realidad más real. La distracción de las formas, la no sumisión y la abigarrada libertad creativa nos muestran al Cortázar poeta como salvador de todas las distancias, como voz en que culminan los designios sociales y artísticos del siglo XX.


 

jueves, 5 de junio de 2014

Eloy M. Cebrián, perro de presa en el Madrid de Cervantes





Estos últimos días he estado leyendo la nueva novela del escritor Eloy M. Cebrián, Madrid, 1605 (Algaida, 2012). Diré ya que es una novela muy bien escrita, que mantiene el tipo siempre y que no se deja caer en esa inmunda facilidad analfabeta y pseudosentimental a la que aspiran con frecuencia los bestsellers contemporáneos. Lo digo ya porque el estado de la novela es, a niveles comerciales, deplorable: novela facilona, novela sobre asuntos trilladísimos, novela carente de profundidad, novela que solo es entretenimiento simple, burda pantomima y gasto injustificable de papel. Es decir, que la literatura anda muy coja en lo que tiene que ver con la literatura si nos referimos a lo que nos venden a golpe de publicidad en las librerías. Raro es encontrarse con una joya.
En el caso de Eloy, su ambicioso relato nació –merecidamente– con un pan bajo el brazo y anduvo lidiando desde sus primeras bocanadas en las altas jerarquías literarias para acabar siendo publicado en una edición hermosa, sobria, cómoda. Eloy es, por supuesto, un gran contador de historias y ahora, junto a su amigo Francisco Mendoza, lo demuestra otra vez. Aprovecha, además, para rendir homenaje al maestro Cervantes, lo que le honra.

No voy a descubrir aquí mucho más de lo que nos cuenta en Madrid, 1605. Cruzad vosotros ese umbral y descubrid: no os arrepentiréis. Hablaré de otra cosa. Me ha sucedido que, desde las primeras páginas de la novela, he oído el vivo aliento narrativo del albaceteño muy cerca, como si me hablaran desde dentro, desde muy cerca. Es inquietante esta sensación de familiaridad: reconoces, pero no, la voz del amigo, la sientes a distinta intensidad, se alza o se diluye… Y siempre está ahí. En cualquier caso, es un lujo tener al narrador en el oído interno, frente a ti, dictando –en privado– los renglones que lees. Su voz, su tono, su acento, sus cadencias son parte constitutiva del relato más allá de formas y contenidos. Esa tercera persona desde la que narra adquiere en esta novela una presencia especial por la imperturbable presencia del amigo novelista. Hay quien prefiere no conocer a quien escribe y se justifica diciendo que la realidad lo priva de la sensación inusual de estreno ante el fruto y el regalo literario, y que le contamina la imaginación, le despista. Yo creo que conocer al autor no tiene por qué convertir el texto en algo más previsible. Por el contrario, le añade matices y resonancias que quiebran la frialdad narrativa. Oyes al narrador en estéreo: doblemente, la voz de la novela convive con la ilusión de la voz real que recuerdas. Otra voz viene modulando, subrayando, incubando lo que lees. El cruce o la convivencia de ficción y realidad se erige en juego de espejos y de voces desde el que vida y literatura se mezclan y emulsionan. La actualidad y la familiaridad de la voz que narra nos hacen partícipes del relato, responsables de sus idas y venidas, testigos de cargo de la historia, que ahora nos necesita muchísimo para evitar una doble soledad o un doble silencio: el del narrador y el del amigo que nos acompaña en cada palabra de la lectura. Más que algo ajeno, lo que se cuenta es algo que raramente nos pertenece y nos obliga. Esta familiaridad polifónica le confiere a la prosa de Eloy una frescura, un vigor y una naturalidad muy sugestivos. Esto no significa en ningún caso que estés leyendo la novela de un amigo, como pasándole la mano por encima o condescendiendo a sus manías, sus costumbres o sus inflexiones. Antes bien, esa voz reconocible, la voz extra, es la voz tras la que te parapetas, de la que te acompañas para irte muy lejos por los pasillos de la ficción. La amistad es en este caso el escudo desde el que conquistas un reino inexplorado, te adentras en un espacio mítico, expandes fronteras de lo que es real. Lees una historia, lees la vida del amigo desde sus palabras, te lees.
Creo que es esto algo muy cervantino también. Cuando hemos leído las narraciones de Cervantes, siempre nos ha resultado que esa voz que narra –compleja, desatada, irónica– transpira una especial cercanía, y que en ella se reconocen un amor y una ternura que parecen cuidar a los personajes línea a línea, o reírse con ellos y trazar su laberíntica anunciación al otro lado del papel. En el Madrid, 1605 de Eloy os encontraréis con una historia doble, a dos bandas, con un certero escenario doble: el Madrid de hoy, el Madrid de los Austrias, y una única devoción (doble): la devoción por la literatura y por la vida. Bibliófilos, escritores, libreros, incunables, actores. Y el mundo como teatro, como cuento. 

No otra cosa nos hace sentir nuestro novelista: el mundo es un teatro en el que es posible interpretar la pasión de la literatura. La imaginación va de la mano de Cebrián como un niño de la mano de su madre, segura e inquieta y siempre queriendo mirar y mirando hacia otro lado. Eloy nos enseña de nuevo cómo el narrador es un fiel perro de presa que sabe perseguir, quedarse parado, husmear en las lindes de lo narrativo para conferirle al texto más disciplina, más sorpresa, más tensión. Por recordar a algunos de los nuestros diré que, en este sentido polifónico, han sido muy especiales las lecturas de Carlos Martínez Montesinos, visionario y radical en Una bandada de mujeres muertas; Antonio García Muñoz, articulista y dylaniano; Arturo Tendero, plural y poético en La hora más peligrosa del día; Félix J. Velando, travieso e infantil en Calcetines o Anselmo Gómez, artista poliédrico y orgásmico autor de Blanca. Me acuerdo también de la tradición cervantina –largos años cultivada por la persona a quien pertenece el volumen de Madrid, 1605 que he leído y leo: Carmina Useros.