lunes, 28 de septiembre de 2015

Los hermosos engaños diarios. Palabra de Dionisia García.


Los hermosos engaños diarios
Palabra de Dionisia García




Largos son los pasos que ha recorrido el poema de Dionisia García desde aquel inicial El vaho en los espejos de 1976. Largos, por el tiempo pasado –que es siempre un tiempo líricamente vencido, conquistado–, y largos, por su continua y enérgica costumbre de cantar la vida y apresarla por un momento en las palabras.

Incansable la vida.
Tanto mundo no cabe en el poema.

Incansable su cantar, también, testimonio de una hermosa tensión entre vida y lenguaje, sostenida con brillantez durante todos estos años. En el centro de este devenir poético nos encontramos con una mujer que deja a su paso una poesía digna de admiración, cumplida y cabal. La palabra cumplida de Dionisia es la palabra que, con paciencia de orfebre, destilada, nos ofrece libro tras libro, día a día. Su promesa poética se cumple en los ojos del lector desde una cercanía acogedora, susurrada al oído, escrita sobre el espejo bruñido de los sueños diarios.

En los ruidosos tiempos por que corre la poesía contemporánea –mucho ruido y pocas nueces, repetición, cacareo, falta de verdad- aún es más elogiable la lección con que Dionisia García nos llega en cada libro nuevo. La suya es la lección de la mesura. Esta horaciana virtud acompaña su poesía desde sus primeros libros y es una obligación a la que atiende con entrega cautelosa. Mesura en el mirar y en el decir, equilibrio de las ideas, pulcritud formal son cualidades esenciales de su obra. Y adquieren un brillo especial, en tanto traducen una intensidad muy limpiamente recogida, una mirada muy limpiamente puesta dentro de sí misma y sobre el mundo. La suya es una espléndida elegía que canta la pureza del recuerdo, la plenitud del instante, el infortunio y el dolor del otro. Se podría decir que la poeta pone sus manos sobre las cosas y las tienta y las reconoce –aun a oscuras- y las incendia desde una palabra justa.
Entendamos mesura, entonces, como la virtud que consiste en sacrificar lo espurio, lo abigarrado o lo desnaturalizado en el poema, atendiendo solo a la verdad, desechando el exceso. Así se despoja el lenguaje de todo lo superfluo.

Quiero decir del tiempo, más agrandado ahora.
Su delirio no cesa ni concede.[1]

Así se aloja medularmente la mesura en la propia idea de poesía y en los valores estéticos y morales que entraña. Concebida como una claridad densa, cargada de sentido, de una metafísica alcanzada en lo cotidiano, en su obra hay una clara preocupación por la hermosura del mundo, por el paso del tiempo y su insolencia, por la memoria que nos hacer ser quienes somos y, finalmente, por la palabra que nos dice.

¿Todo es cierto y ha sido, o está siendo?[2]

Y también nos encontramos frente a la palabra de quien denuncia el agravio, se amotina ante la barbarie y el caos que llaman progreso, y se avergüenza de la guerra y de las guerras.
Elegía y conciencia, intimidad y condolencia humana. Sobre estos sólidos pilares ha hecho suyo un lugar propio, impecable en nuestra poesía. Dionisia ha llegado hasta ahí desde la constancia en el trabajo bien hecho, desde la templanza, con tesón y fe ciega en las posibilidades tranquilas, sólidas del poema. Todo un logro este de sacrificar lo ilegítimo y quedarse con la luz, la sensatez y la gracia de este oficio de luz.

Me referiré con brevedad a El engaño de los días[3], uno de los libros con que se cimientan en profundidad sus capacidades poéticas y un buen ejemplo de lo que es su poesía en los últimos tiempos. En El engaño de los días encontramos a una poeta que opera –como en Señales (2012) o Lugares de paso (1999)– con plenitud y rotundidad, entre el lirismo y el pensamiento, volviendo a las antiguas obsesiones y a las pasiones de siempre. Lo hace desde una maestría colmada, que desborda y convierte el poema en recinto sagrado donde se ofician las inmensas posibilidades de la emoción, la inteligencia y la música.

Las noches ya son largas y cede la memoria
para traer de atrás el jugoso delirio,
que fue flamante acopio de un tiempo lento y claro.[4]

Es especial en este libro –como en todos los suyos– la relación de la poeta con su poesía. Entre ellas –Dionisia y la poesía– se extiende un territorio común de confidencias, secretos y revelaciones.

Quien allí está no aguarda el paso de las horas,
ni tampoco mayores beneficios,
fuera de detener sus propios pensamientos[5].

Es este el ámbito de la intimidad más fecunda. Es el terreno de la reflexión y de los silencios, de la contemplación y del amor dicho en voz baja, del disfrute compartido de la naturaleza y de la escapada del tiempo, tan grande, tan perturbador, tan presente.
El libro se abre, sentenciosamente, con el poema “Sombra”. En él se atreve Dionisia a regresar al poema, una vez más, como quien vuelve al lugar acostumbrado. En este regreso, que es siempre el primer encuentro, el primer hallazgo, hay una llegada al tiempo en que poeta y poema existen y a la memoria en que hemos ardido.

Al regresar prefiero traer lo más lejano,
aquello que llegando ilumina los sueños,
y descubro que soy de otro tiempo la sombra.[6]

Se regresa al poema como se regresa a “la vida que ya fue” y al don concedido, como se asiste de nuevo a las embriagadoras imágenes de un sueño, que está ahí y que se esfuma.

¿Quién ha llegado a este lugar
preciso de los dones?[7]

El poema es un don y es también amparo y cobijo (“Domingo”). Y “vida recobrada”. “El lenguaje del aire, las palabras” restituyen lo pasajero en cada verso, son constancia de la finitud y de la dicha de haber vivido y haber visto. Desde luego, la mirada más perdurable tiene su lugar y su sentido en el poema: la mirada es más cierta desde las palabras.[8]

Fuera de la costumbre se detuvo
mirando hacia lo alto donde todo fluía.[9]

En el poema es igualmente posible asumir menos penosamente nuestra transitoria condición humana. Vivir, pasar por la vida es “ir hacia fatal destino” y en este pasaje descubrir, percibir. Quizá sea esta la única forma de estar vivo de verdad, de ser. Al fin, no somos sino cuanto recordamos, el camino irrepetible.[10]

Tras hacer el camino es cuanto queda.
Lejano el esplendor de un tiempo irrepetible,
traducido a una voz que quiere adelgazarse
en contadas palabras.[11]

La existencia puede contemplarse como “la pérdida de un bien ya sin retorno” y, sin embargo es tan “luminoso aquel tiempo”.[12] Entre la elegía y la celebración, desde la conciencia del tránsito, ante la vida vivida, frente a la tristeza o la nostalgia, late siempre una decidida apuesta por la luz. Aunque duele, no se rinde la poeta ante el olvido, ante la desmemoria.

Nos duele que la luz nos abandone
y pasemos a ser meros escombros,
olvido nada más de la existencia,
lentamente extinguidos en la niebla.[13]

De toda esa niebla se renace de nuevo en el poema: “Renaces si te nombro”[14]. Y es cierto: el poema es creación y recreación de la realidad. El poema nos otorga esa aura de eternidad que necesitamos, nos concede la breve eternidad de las palabras, que pueden salvarnos de la insidiosa inquietud. La luz del poema llena y alienta las cosas, es la misma luz vital “que la lleva al mercado”, que la hace sentirse viva. La revelación poética es, en primer lugar, una revelación vital. La experiencia del poema es algo más que una necesidad: pertenece a los ámbitos de la devoción, del misterio que ayuda a solventar otro misterio. La poesía aporta a la vida una clarividencia y una capacidad inusitada de mirar.
Otro extremo esencial del prisma poético luminoso  de Dionisia García es la naturaleza. El paisaje es evocación y fuente de vida.

Me ignora este paisaje, pero yo busco en él
la vida tan certera que me daba.[15]

El estremecimiento compartido, la experiencia consumada de amor por el paisaje y por los campos de su infancia está presente en toda su obra.

Acudid a esta senda,
y comprobad que existo como el pino doncel
donde grabé mi nombre[16].

La naturaleza ofrece respuestas, complicidades, cercanías. Las poeta lee la naturaleza como señales que invitan a la perpetuación del momento, a la recogida del recuerdo. En “De los árboles”, por ejemplo, la poeta es estela y respiración:

Me acerco más al árbol;
abrazada a su tronco
aproximo los labios
a la corteza húmeda.
Con asombro percibo
que el pino se estremece.[17]

La naturaleza se estremece en el poema. La mirada estremecida se deja caer sobre el poema. Así, en “Recordatorios II” la desaparición de la abuela va a coincidir con el florecer del jazminero. La complicidad es auténtica:

Se fue cuando no estaba. En el patio encalado
anunciaba su flor el jazminero.[18]

También el agua de la fuente, ese “llanto de la piedra”, esa “licuación del aire”, viene a redimir a la poeta del desierto, de una sed innombrable.

En esta tarde cálida de junio
me viene a redimir, la necesito
como la sed de un pájaro,
para vencer un tramo de desierto.[19]

Comunión con la naturaleza, culminación de la vida en todos sus aspectos, redención del alma a través de las líquidas fuentes del poema y la emoción. La poeta busca en la naturaleza, en el poema, en la propia mirada a los confidentes de su verdad, a los compañeros del único viaje posible, a sus cómplices.

“A pesar de las ruinas”, a pesar del mundo, que está mal hecho, que es cruel, el poema se presenta como bálsamo y puede ser un refugio y ser púlpito desde el que denunciar y lamentarse. La poeta se sabe testigo de un mundo que agoniza y se destruye, pero no se deja llevar por la desolación. La gran ciudad nos aniquila; los escenarios urbanos de la megalópolis nos condenan a la deshumanización más tremenda; somos autómatas. A las faldas del Monte Fuji, por ejemplo, los jóvenes se citan con el suicidio colectivo, aquejados de un “oscuro mal de soledad y vacío”[20]. Es infame, sí. Pero la poeta es testigo de toda esa infamia y la lleva al poema para que conste su desagrado. Y son infames las guerras: las guerras perpetuas, oscuramente urdidas, y esa otra guerra española, que en tantas ocasiones acude a su poema y que recobra a los desaparecidos, a quienes sufrieron, a quien padeció los rigores del hambre y la humillación. La guerra es una gran infamia. También lo es el olvido del tercer mundo: la poeta recuerda esa fotografía en la que un buitre acecha a un niño desnutrido.

Sobre la tierra seca se mueve un ser escuálido,
apenas puede andar. El buitre espera.[21]

Dionisia es la mensajera que se entrega con todas sus fuerzas y cae exhausta por traernos la noticia. Nos trae la desvergüenza de un mundo globalmente injusto. Nos trae la delicadeza de la luz sobre las hojas de los árboles. Nos trae la constancia imborrable del recuerdo en el jazminero florecido.

La poeta cumple su palabra. Esta vez nos enseña a leer las señales ya  mirar bien. Tal vez así hallemos la razón jubilosa de la existencia. Tal vez así los días sean un regalo inesperado. Gracias.





[1]              GARCÍA, Dionisia: El engaño de los días. Tusquets Editores. Nuevos textos sagrados. Barcelona. 2006
[2]              “Acontecer”, pág. 111
[3]              GARCÍA, Dionisia: El engaño de los días. Tusquets Editores. Nuevos textos sagrados. Barcelona. 2006.
[4]              “Aún”, op. cit., pág. 45
[5]              “La misma pregunta”. Op. cit., pág. 47
[6]              “Sombra”. Op. cit., pág. 13
[7]              “Aliento”,. Op. cit., pág. 89
[8]              “Vida recobrada”. Op.cit., pág. 83
[9]              “Ante lo inesperado”. Op. cit., pág. 155
[10]            “Sombra”. Op. cit., pág. 14
[11]            “Válida realidad”. Op. cit., pásg. 159.
[12]            “Los huertos”. Op. cit., pág. 131
[13]            “Canto necesario”. Op. cit., pág. 149
[14]            “Renovado encuentro”. Op. cit., pág. 49
[15]            “Regreso”. Op. cit., pág. 97
[16]            Ibidem.
[17]            “De los árboles”. Op. cit., pág. 85
[18]            “Recordatorios, II”. Op. cit., pág. 93
[19]            “Alivio”. Op.cit., pág. 81
[20]            “Venían de la joven edad”. Op. cit., pág. 140
[21]            “Escena premiada”. Op. cit., pág. 143