Los hermosos engaños diarios
Palabra de Dionisia García
Largos son los pasos que ha
recorrido el poema de Dionisia García desde aquel inicial El vaho en los espejos de 1976. Largos, por el tiempo pasado –que
es siempre un tiempo líricamente vencido, conquistado–, y largos, por su
continua y enérgica costumbre de cantar la vida y apresarla por un momento en
las palabras.
Incansable la vida.
Tanto mundo no cabe en el poema.
Incansable su cantar, también,
testimonio de una hermosa tensión entre vida y lenguaje, sostenida con
brillantez durante todos estos años. En el centro de este devenir poético nos
encontramos con una mujer que deja a su paso una poesía digna de admiración,
cumplida y cabal. La palabra cumplida de Dionisia es la palabra que, con
paciencia de orfebre, destilada, nos ofrece libro tras libro, día a día. Su
promesa poética se cumple en los ojos del lector desde una cercanía acogedora,
susurrada al oído, escrita sobre el espejo bruñido de los sueños diarios.
En los ruidosos tiempos por
que corre la poesía contemporánea –mucho ruido y pocas nueces, repetición,
cacareo, falta de verdad- aún es más elogiable la lección con que Dionisia
García nos llega en cada libro nuevo. La suya es la lección de la mesura. Esta
horaciana virtud acompaña su poesía desde sus primeros libros y es una
obligación a la que atiende con entrega cautelosa. Mesura en el mirar y en el
decir, equilibrio de las ideas, pulcritud formal son cualidades esenciales de
su obra. Y adquieren un brillo especial, en tanto traducen una intensidad muy
limpiamente recogida, una mirada muy limpiamente puesta dentro de sí misma y
sobre el mundo. La suya es una espléndida elegía que canta la pureza del
recuerdo, la plenitud del instante, el infortunio y el dolor del otro. Se
podría decir que la poeta pone sus manos sobre las cosas y las tienta y las
reconoce –aun a oscuras- y las incendia desde una palabra justa.
Entendamos mesura, entonces,
como la virtud que consiste en sacrificar lo espurio, lo abigarrado o lo desnaturalizado
en el poema, atendiendo solo a la verdad, desechando el exceso. Así se despoja
el lenguaje de todo lo superfluo.
Quiero decir del tiempo, más agrandado ahora.
Su delirio no cesa ni concede.[1]
Así se aloja medularmente la
mesura en la propia idea de poesía y en los valores estéticos y morales que
entraña. Concebida como una claridad densa, cargada de sentido, de una
metafísica alcanzada en lo cotidiano, en su obra hay una clara preocupación por
la hermosura del mundo, por el paso del tiempo y su insolencia, por la memoria
que nos hacer ser quienes somos y, finalmente, por la palabra que nos dice.
¿Todo es cierto y ha sido, o está siendo?[2]
Y también nos encontramos
frente a la palabra de quien denuncia el agravio, se amotina ante la barbarie y
el caos que llaman progreso, y se avergüenza de la guerra y de las guerras.
Elegía y conciencia, intimidad
y condolencia humana. Sobre estos sólidos pilares ha hecho suyo un lugar
propio, impecable en nuestra poesía. Dionisia ha llegado hasta ahí desde la
constancia en el trabajo bien hecho, desde la templanza, con tesón y fe ciega
en las posibilidades tranquilas, sólidas del poema. Todo un logro este de
sacrificar lo ilegítimo y quedarse con la luz, la sensatez y la gracia de este
oficio de luz.
Me referiré con brevedad a El engaño de los días[3],
uno de los libros con que se cimientan en profundidad sus capacidades poéticas
y un buen ejemplo de lo que es su poesía en los últimos tiempos. En El engaño de los días encontramos a una
poeta que opera –como en Señales (2012)
o Lugares de paso (1999)– con
plenitud y rotundidad, entre el lirismo y el pensamiento, volviendo a las
antiguas obsesiones y a las pasiones de siempre. Lo hace desde una maestría
colmada, que desborda y convierte el poema en recinto sagrado donde se ofician
las inmensas posibilidades de la emoción, la inteligencia y la música.
Las noches ya son largas y cede la memoria
para traer de atrás el jugoso delirio,
que fue flamante acopio de un tiempo lento y claro.[4]
Es especial en este libro –como
en todos los suyos– la relación de la poeta con su poesía. Entre ellas
–Dionisia y la poesía– se extiende un territorio común de confidencias,
secretos y revelaciones.
Quien allí está no aguarda el paso de las horas,
ni tampoco mayores beneficios,
fuera de detener sus propios pensamientos[5].
Es este el ámbito de la
intimidad más fecunda. Es el terreno de la reflexión y de los silencios, de la
contemplación y del amor dicho en voz baja, del disfrute compartido de la
naturaleza y de la escapada del tiempo, tan grande, tan perturbador, tan
presente.
El libro se abre,
sentenciosamente, con el poema “Sombra”. En él se atreve Dionisia a regresar al
poema, una vez más, como quien vuelve al lugar acostumbrado. En este regreso,
que es siempre el primer encuentro, el primer hallazgo, hay una llegada al
tiempo en que poeta y poema existen y a la memoria en que hemos ardido.
Al regresar prefiero traer lo más lejano,
aquello que llegando ilumina los sueños,
y descubro que soy de otro tiempo la sombra.[6]
Se regresa al poema como se
regresa a “la vida que ya fue” y al don concedido, como se asiste de nuevo a
las embriagadoras imágenes de un sueño, que está ahí y que se esfuma.
¿Quién ha llegado a este lugar
preciso de los dones?[7]
El poema es un don y es
también amparo y cobijo (“Domingo”). Y “vida recobrada”. “El lenguaje del aire,
las palabras” restituyen lo pasajero en cada verso, son constancia de la
finitud y de la dicha de haber vivido y haber visto. Desde luego, la mirada más
perdurable tiene su lugar y su sentido en el poema: la mirada es más cierta
desde las palabras.[8]
Fuera de la costumbre se detuvo
mirando hacia lo alto donde todo fluía.[9]
En el poema es igualmente
posible asumir menos penosamente nuestra transitoria condición humana. Vivir,
pasar por la vida es “ir hacia fatal destino” y en este pasaje descubrir,
percibir. Quizá sea esta la única forma de estar vivo de verdad, de ser. Al
fin, no somos sino cuanto recordamos, el camino irrepetible.[10]
Tras hacer el camino es cuanto queda.
Lejano el esplendor de un tiempo irrepetible,
traducido a una voz que quiere adelgazarse
en contadas palabras.[11]
La existencia puede
contemplarse como “la pérdida de un bien ya sin retorno” y, sin embargo es tan
“luminoso aquel tiempo”.[12]
Entre la elegía y la celebración, desde la conciencia del tránsito, ante la
vida vivida, frente a la tristeza o la nostalgia, late siempre una decidida
apuesta por la luz. Aunque duele, no se rinde la poeta ante el olvido, ante la
desmemoria.
Nos duele que la luz nos abandone
y pasemos a ser meros escombros,
olvido nada más de la existencia,
lentamente extinguidos en la niebla.[13]
De toda esa niebla se renace
de nuevo en el poema: “Renaces si te nombro”[14].
Y es cierto: el poema es creación y recreación de la realidad. El poema nos
otorga esa aura de eternidad que necesitamos, nos concede la breve eternidad de
las palabras, que pueden salvarnos de la insidiosa inquietud. La luz del poema
llena y alienta las cosas, es la misma luz vital “que la lleva al mercado”, que
la hace sentirse viva. La revelación poética es, en primer lugar, una
revelación vital. La experiencia del poema es algo más que una necesidad:
pertenece a los ámbitos de la devoción, del misterio que ayuda a solventar otro
misterio. La poesía aporta a la vida una clarividencia y una capacidad
inusitada de mirar.
Otro extremo esencial del
prisma poético luminoso de Dionisia
García es la naturaleza. El paisaje es evocación y fuente de vida.
Me ignora este paisaje, pero yo busco en él
la vida tan certera que me daba.[15]
El estremecimiento compartido,
la experiencia consumada de amor por el paisaje y por los campos de su infancia
está presente en toda su obra.
Acudid a esta senda,
y comprobad que existo como el pino doncel
donde grabé mi nombre[16].
La naturaleza ofrece
respuestas, complicidades, cercanías. Las poeta lee la naturaleza como señales
que invitan a la perpetuación del momento, a la recogida del recuerdo. En “De
los árboles”, por ejemplo, la poeta es estela y respiración:
Me acerco más al árbol;
abrazada a su tronco
aproximo los labios
a la corteza húmeda.
Con asombro percibo
que el pino se estremece.[17]
La naturaleza se estremece en
el poema. La mirada estremecida se deja caer sobre el poema. Así, en
“Recordatorios II” la desaparición de la abuela va a coincidir con el florecer
del jazminero. La complicidad es auténtica:
Se fue cuando no estaba. En el patio encalado
anunciaba su flor el jazminero.[18]
También el agua de la fuente,
ese “llanto de la piedra”, esa “licuación del aire”, viene a redimir a la poeta
del desierto, de una sed innombrable.
En esta tarde cálida de junio
me viene a redimir, la necesito
como la sed de un pájaro,
para vencer un tramo de desierto.[19]
Comunión con la naturaleza,
culminación de la vida en todos sus aspectos, redención del alma a través de
las líquidas fuentes del poema y la emoción. La poeta busca en la naturaleza,
en el poema, en la propia mirada a los confidentes de su verdad, a los
compañeros del único viaje posible, a sus cómplices.
“A pesar de las
ruinas”, a pesar del mundo, que está mal hecho, que es cruel, el poema se
presenta como bálsamo y puede ser un refugio y ser púlpito desde el que
denunciar y lamentarse. La poeta se sabe testigo de un mundo que agoniza y se
destruye, pero no se deja llevar por la desolación. La gran ciudad nos aniquila;
los escenarios urbanos de la megalópolis nos condenan a la deshumanización más
tremenda; somos autómatas. A las faldas del Monte Fuji, por ejemplo, los
jóvenes se citan con el suicidio colectivo, aquejados de un “oscuro mal de
soledad y vacío”[20].
Es infame, sí. Pero la poeta es testigo de toda esa infamia y la lleva al poema
para que conste su desagrado. Y son infames las guerras: las guerras perpetuas,
oscuramente urdidas, y esa otra guerra española, que en tantas ocasiones acude
a su poema y que recobra a los desaparecidos, a quienes sufrieron, a quien
padeció los rigores del hambre y la humillación. La guerra es una gran infamia.
También lo es el olvido del tercer mundo: la poeta recuerda esa fotografía en
la que un buitre acecha a un niño desnutrido.
Sobre la tierra seca se mueve un ser escuálido,
apenas puede andar. El buitre espera.[21]
Dionisia es la mensajera que
se entrega con todas sus fuerzas y cae exhausta por traernos la noticia. Nos
trae la desvergüenza de un mundo globalmente injusto. Nos trae la delicadeza de
la luz sobre las hojas de los árboles. Nos trae la constancia imborrable del
recuerdo en el jazminero florecido.
La poeta cumple su palabra.
Esta vez nos enseña a leer las señales ya
mirar bien. Tal vez así hallemos la razón jubilosa de la existencia. Tal
vez así los días sean un regalo inesperado. Gracias.
[1] GARCÍA, Dionisia: El engaño de los días. Tusquets
Editores. Nuevos textos sagrados. Barcelona. 2006
[2] “Acontecer”, pág. 111
[3] GARCÍA, Dionisia: El engaño de los días. Tusquets
Editores. Nuevos textos sagrados. Barcelona. 2006.
[4] “Aún”, op. cit., pág. 45
[5] “La misma pregunta”. Op. cit.,
pág. 47
[6] “Sombra”. Op. cit., pág. 13
[7] “Aliento”,. Op. cit., pág. 89
[8] “Vida recobrada”. Op.cit., pág.
83
[9] “Ante lo inesperado”. Op. cit.,
pág. 155
[10] “Sombra”. Op. cit., pág. 14
[11] “Válida realidad”. Op. cit., pásg.
159.
[12] “Los huertos”. Op. cit., pág. 131
[13] “Canto necesario”. Op. cit., pág.
149
[14] “Renovado encuentro”. Op. cit.,
pág. 49
[15] “Regreso”. Op. cit., pág. 97
[16] Ibidem.
[17] “De los árboles”. Op. cit., pág. 85
[18] “Recordatorios, II”. Op. cit., pág.
93
[19] “Alivio”. Op.cit., pág. 81
[20] “Venían de la joven edad”. Op.
cit., pág. 140