BESA LA OSCURIDAD.
LOS HUNDIMIENTOS DE MANUEL VILAS.
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Entre las formas sublimes de
hundirse, la poesía. Entre los modos exquisitos de tocar fondo, de arañar el
fondo, de llegar hasta el fondo del fondo, hasta la superficie abisal del
hundimiento, hasta el barco hundido de lo insalvable pero en su oscuridad intacto,
la poesía. Entre las maniobras espirituales más lúcidas y más profundas y más hundidas,
la poesía, que bucea y explora los reinos submarinos, los imanes subterráneos,
subcutáneos de la conciencia y las vidas. Desde este despeñadero, las lijas de
la realidad asisten en torbellino, sorbidas por esa magnética llamada, a la
celebración de la condena y a la celebración de la salvación en que consiste
hundirse: hundirte en las palabras, hundirte en la realidad, hundirte en la
experiencia sentimental desoladora, en la sensación del fracaso dentro y fuera,
del derrumbe, del desmoronamiento de los estados una vez sólidos, del irse abajo.
Elegía de la inestabilidad, de la pérdida, de la desaparición. La poesía, que
bebe en la oscuridad y que bebe la oscuridad. En la oscuridad celebra su razón
de ser, su orfismo, su explosión dionisíaca, su misterio pagano, cruel. La
poesía, que transmuta la oscuridad en ámbar, la oscuridad en prisma, la
oscuridad en iluminación.
Beso la oscuridad. La beso.
2
de abril de 2015. 20. 16
I
Le escribí a Manuel Vilas pidiéndole
una dirección de correo. Quería enviarle La
sangre. Pensé en él de inmediato porque he tenido siempre la sensación de
que respiramos el mismo aire. O parte de ese aire. Ahora, por ejemplo, va a
sacar un libro sobre sus viajes para ir a ver los conciertos de Lou Reed, Wild Side España. A mí, el neoyorkino me
apasiona también. Me ha gustado desde que era un adolescente. No es lo que hago
con él y con su música: es lo que soy con él, lo que él es en mí, lo que ha
sido. Tengo algunos de sus discos, le he dedicado un largo poema, sé alguna de
sus canciones, lo he visto en directo, he puesto su póster sobre mi cama, he visto
sus fotos. Me mola ese rollo underpunk, outsider, extralargo literario, poeano,
wildsider de Lou Reed. En fin, me parecía buena idea que Vilas leyera el poema
que le dedico. Siento con él una gran afinidad. No solo por Lou Reed o Dylan,
por supuesto. Es una sensación vaporosa, como de oídas, background emocional: DVD, el dolor y el cielo, sus posts en la red, su apego por Elvis, The
Who, Bob Dylan y el rock, los escritores oscuros, el punk, el realismo sucio,
lo romántico, el tedio, lo maldito,,.. Es decir que, cuando acabé de leer las Crónicas de Dylan o la biografía de Neil
Young o la de Keith Richards, me acordé de él. Y luego están sus poemas. Leí El cielo en su día, hace ya tanto. Hojeé
Gran Vilas un buen rato en la FNAC de
Alicante. Recuerdo la sensación de El mal
gobierno en la vieja edición de Libertarias. Lo encontré con Scott
Fitzgerald en las páginas de Ágora, la revista de Fulgencio. Aparece en
nuestras conversaciones de vez en cuando. Y, bueno, algo así como una corriente
me parecía a mí presentir bajo mis pies y era una corriente que él seguro
sentía también bajo sus pies. Algo así como que él ha escrito cosas que a mí me
hubiera gustado escribir, y como a mí me hubiera gustado. Y que hay cosas que
yo he escrito que tal vez a él le gustarían. O no. Luego está la falta de
respeto por el verso clásico, y el poema en prosa, que yo concibo tal y como él,
Roger Wolfe. Fernández Mallo o Pablo García Casado lo conciben. Y la
naturalidad incisiva en la expresión, la oralidad que muerde, la cercanía, el
desarraigo, lo urbano, la intimidad, la vida de a pie y las vidas de la gente
desde la crítica, la tristeza, la ironía, el desasosiego, etc, etc. No solo
eso. Hace unos años, él era jurado en el premio de Novela Corta de Barbastro y
allí presenté yo mi Viaje al fin de la mañana
con las andanzas de unos descerebrados que solo vivían para la música, la
literatura y la marcha. Sé que él y Carlos Marzal lo apoyaron, aunque no gané. Eso
me han dicho, al menos.
Llevado de la emoción, buscando
una voz gemela en el gran vacío, de repente me salió al paso su imagen,
transfigurada en Johnny Cash o en Raymond Carver o en el Bandini de John Fante.
Vamos, la imagen de alguien a quien admiro de lejos y al que siento cerca. Como
he dicho, por la tarde le escribí un mensaje. Solícito, me mandó una dirección
de correo. Se lo agradecí. Unas horas después me saltó un mensaje en la cuenta:
él de nuevo. Que qué me había parecido El
hundimiento. Pensé joder, la ostia, será posible, no me lo sé… Me ha
preguntado la que no me sabía. Trastabillé un poco. ¿No te lo has leído, no?, insistió.
No, aún no. Joder. Saldaré esa deuda, le dije yo. Y él: Es lo de siempre. Y yo: Puede ser:
pedimos que nos lean, pero no leemos. Y él: Yo no pido nada, pero reflexiona un
poco. Para rematar la faena, le expliqué que leía mucha poesía, que tenía
Metales pesados en la mesa y a Martín López Vega y a Eloy Sánchez Rosillo y a
Constantino Molina. Como pude, como con un mazapán en la boca, le había dicho también
que me gustaba mucho el título, El
hundimiento, que me parecía brutal. Y aún le expliqué que, al leer la
noticia de su libro, me había acordado de la peli sobre Hitler.
29
de marzo de 2015. 00.17
II
Y reflexiono. Desde luego que
reflexiono. Poco se lee en el mundo de la poesía. Parece que nuestros ojos no
se levantan más allá de las portadas de nuestros libros, y de la elegancia
extrema y sugestivísima de nuestros libros y de lo buenos que son nuestros
libros. En general, escribimos mucho y mal y leemos poco y mal. Pedimos, aun con
la mejor intención posible, que nos lean, queremos que nos comprendan, que nos
aprecien, que se identifiquen en nuestras ironías, nuestros esplendores y
nuestras sutilezas. Queremos que nos hablen, pero no les hablamos. Hay, como
dice Tranströmer, muchas palabras, pero no hay lenguaje. Y nos olvidamos muy
mucho de leer y de escuchar al otro. Se nos olvida la afinidad real, asentada,
respetuosa: la que procede de las lecturas, de la reflexión, de la intimidad
que se abre en los libros ajenos, del contacto estético. Sobra arrogancia. Nos
puede el egoísmo. Actuamos desde el engreimiento, demasiado superficialmente.
Tendría sentido enviarle mi libro a alguien que de verdad, seguro, está en mi
onda, o no, pero al que conozco al dedillo. Quizá lo importante sea hablar el
mismo lenguaje, que haya lenguaje, diálogo. Todo lo que huela a pavoneo huele
mal. Así es que le agradezco que me hablase con franqueza. He aprendido algo. Mañana
voy a por sus libros, todos, y me los voy a leer de cabo a rabo y me los voy a
sorber. Si cuando acabe de libar sus néctares oscuros me gusta aún, igual hasta
le mando mi libro, eso sí, pidiéndole disculpas ante todos los santos del rock,
ante la beat generation y ante San
Juan de la Cruz y con una carta firmada en la que me declare responsable único
de mi pasión por su literatura.
29
de marzo de 2015. 02:35
III
Esta mañana me he acercado a la
Biblioteca del Parque a buscar cosas de Vilas. No hay mucho, esto es, solo
tienen El mal gobierno. He
aprovechado para coger también algo de Luis Antonio de Villena, de Gamoneda y
de Vila-Matas. Descubro que, cuando publicó El
mal gobierno, Vilas tenía 30 o 31 años. Es casi un libro inicial en una
trayectoria que se ha abierto después a los siete mares, como un sauce. Lo leo
y lo releo. En principio, me da ya la sensación general de que en Vilas hay una
ida de yo al nosotros, de lo individual a un sentimiento más colectivo. Por lo
que sea, pienso en Gabriel Celaya y en cómo fue yéndose de ese lirismo
becqueriano inicial a su rotunda poesía social. Luego me doy cuenta de que no
es así: en el último Vilas hay un nosotros imponente, un espectro social y/o
político, pero hay siempre un yo grandísimo. En Vilas veo también que “los
actos morales que forman / la obra de tu vida” forman el núcleo duro de toda su
obra.
Desde el primer poema de El mal gobierno se lanza al mundo “como
el eremita/ de ojos perplejos”, traicionado, que no sabe “a quién preguntar la
causa/ del enorme fracaso que tu vida ha sido”. Asusta y hiere el derrotismo.
En “El mal poeta”, a pesar de la posibilidad de la renuncia o la retirada, se
afirma en “restituirse en la palabra,/ conforme a oscuro designio”. Ahí tenemos
aparentemente una tabla de salvación. Se afirma igualmente en la necesidad de
“independencia”. Y hay pelea, mucha pelea: “odiarte y odiar”, dice en “La rosa
y la serpiente” para acabar con un verso extremo: “la juventud me hastía y la
belleza me da rabia”. Decadentismo, diría algún erudito. De alguna forma
describe una especie de don que no quiso darle el cielo como poeta y aclara no encontrar
“la burguesa felicidad” de los otros artistas ante su obra. Escribir duele. Y
vivir más. Asienta la seguridad de su
pacto rimbaudiano con el diablo para alcanzar “no la riqueza del burgués tonto
e insolente,/ sino la femenina firmeza del espíritu/ que escolta a las grandes
pasiones y los formidables proyectos”. Hijos de ese afán y de la mitomanía son
“La casa de John Keats en Roma” y “La tumba de Jim Morrison en París”. En ambos
poemas se acerca a la figura del artista desde la ironía y quizá desde el
recelo. En el primero envidia los aposentos poéticos donde muere Keats. En el
segundo se congratula de la suerte del “viejo borracho, farsante/ y mal poeta”
que es para él Morrison, eso sí, semidiós enterrado en una tumba rodeada de
jovencitas de todas las nacionalidades que en su honor fuman marihuana. Él, sin
embargo, se queda en un sentimiento más amargo: “Es amarga la imagen del poeta
tan destituido, / obligado a pequeñas miserias, desprovisto/ de la antigua
gloria.” Morirá en su tierra no por destino, dice, sino por no tener otro sitio
adonde ir. Este vagabundeo, esta no pertenencia recorren el libro. En este tono
escéptico, ávido de tristeza, escribe “Vivir, morir”: “Discretamente, y sin
emociones,/ ya no suelo creer en nada: ni en mi vida, / ni en mi poesía ni en
la de otros.” Ha dejado de creer, nos dice, por aburrimiento. Londres por
ejemplo, es un buen lugar para dar esquinazo a la humanidad entera: “Hubiera
deseado quedar allí por siempre. (…) No regresar a España nunca más,/ y vivir
anónimo/ como un rey en su inventado sueño de destierro.” Y Lisboa: “Fuiste
feliz allí”, y Praga: “Adonde vayas, ya lo sabes, contigo/ viajan la ruina y el
tenaz espejo que refleja/ no lo que eres, sino aquello/ que te fue robado”. Y
hay rencor, aborrecimiento, odio, menosprecio. La herida sigue abierta en canal
y da igual el lugar al que uno viaje. En “Pérdida del alma” confiesa: “Un nido
de víboras es ya tu pensamiento”. Y sí, el spleen
late en estos buenos poemas de mal gobierno. Casi estamos de acuerdo con él:
“Para la edad que tienes/ otra debiera ser tu poesía”. Y se lamenta ácido: “Ojalá que los otros, a
la vuelta del tiempo,/ vean morir sus versos, como tú has visto morir/ los
tuyos.” Es cernudiano este desencanto, este resentimiento, esta haïne. “No se puede olvidar a quien se odia”,
reconoce, entendiendo un odio de ida y vuelta. Y luego describe la experiencia
interior de la creación en “En la biblioteca”. Dedica, como Cela en el Pascual
Duarte, su elogio a los enemigos, “por ser sustento / de tu obra poética”. La
literatura no es delectación: es ruptura, enfrentamiento, incomodidad. La
poesía, la palabra tienen un sentido último, desde luego: “ver a tus enemigos/
ardiendo de ira frente al indestructible/ templo de la palabra”. Como en
Horacio, este templo de palabras perdurará. La palabra es resistencia. En “La
ciudad” deja “mala memoria” de aquellos con los que compartió la vida “en la
tierra del légamo”. “No espero nada de los hombres, de estos hombres, / sí de
las bestias, de ellas quiero/ la fuerza, la enajenación, el delirio, la
destrucción”, dice desde el desengaño. Quizá tiene razón Vilas: nuestra tradición
solo es el grito y el bufido de cuatro que aspiran a la Academia. Mejor, pues,
el ruido existencial de la bestia. En “Fantasía” declara, quevedescamente,
“vencido por la edad” ese odio que vertebra el libro, y se plantea darse una
segunda oportunidad, al amparo de “la luz de las mareas”. En “La extraña
pasión” se regodea en pertenecer a “la raza de las peores soledades”, en “la
imposibilidad de vivir como un hombre/ de bien”, en la adoración del fracaso,
en su condición de hombre sin destino. O se acuerda –oasismente- del placer y
la pasión en las cartas de Jaime y del buen gobierno de su palabra y de su luz.
El desamparo se materializa a continuación en la semblanza de Hölderlin, el
joven exaltado, el pobre lelo, el abono de los campos. El albatros
baudeleriano. El de alas más grandes que el nido. El poeta que propuso “un
reino superior” ya no es más que un montón de estiércol. En la infortunada Emma
Bovary, “virgen santísima”, la muerte es la victoria sobre este mundo de
idiotas: su pasión y su sueño justifican el vituperio. En idéntico tono
desposeído habla de Oscar Wilde en “Un reo ilustre”. Escuchamos en boca de
Vilas “la divinizada elegancia del sufrimiento” del autor de De profundis y asistimos de nuevo a las
injustas “leyes de la tierra” que convierten al poeta en víctima, y finalmente
en “víctima de sí mismo”. A Oscar le pasa lo que nos pasa a todos: se iba a
comer el mundo y el mundo se lo comió. Vibra cuánticamente en estos versos la
falta de respeto por nuestros poetas, por su verdad. A Cernuda le dice: “todos
dicen tu nombre con aliento vano”. Quizá esta vanidad y esta banalidad sean la
mayor forma de desprecio. La impronta más zafia del olvido. En realidad, parafrasea
claramente “Birds on the night”, ese poema de Cernuda, aunque lo hace a su
manera y muy en el tono del libro. En “Un antepasado”, borgeanamente, se
declara de nuevo fiel “a la inacabable fiesta del dolor, el sacrificio, / la
derrota y las dominaciones”. El tono es oscuro y lúgubre: Es un dolor que
atraviesa generaciones. No parece haber aliento para el consuelo o la
construcción. “La vida y la muerte” consisten en una afrenta.
Este es un libro que se
sustenta en la fuerza de los sentimientos. Arrebatado de rencor, de desilusión,
de dolor, de sarcasmo o de apatía, El mal
gobierno sienta al menos las bases de una poética que hace de la reflexión
moral y del desencanto por este mundo desencantado un arma arrojadiza. Se
advierten las influencias del último Cernuda, el de Desolación de la Quimera o Las
nubes, un estoicismo rabioso y un hastío y una ataraxia que en parte
proceden de la imaginería simbolista, maldita, esteticista y en parte de la
idea del poema como voz del individuo, alzada ante el desgaste del mundo y de
los hombres y su zafiedad ridícula. Es un libro con personalidad, desde luego.
Doliente, a veces previsible, pero con personalidad. En el estilo observo una
mezcla entre el discurso suelto y natural del que reflexiona en voz alta, para
sus adentros, y, sin embargo, un cuidado evidente del lenguaje y de las
emociones que pretende desgranar. Hay cierto descuido, cierta brusquedad en el
uso y en el ritmo del verso, pero lo gana en espontaneidad y en dirección.
Puede ser esta una poesía de experiencias derrotadas o una nueva y otra
sentimentalidad majestuosamente enfadada, o algo así, desde el íntimo rencor
del que grita que se siente desplazado, rechazado, desposeído. Sé de qué habla.
30
de marzo de 2015. 18:43
IV
Vengo pensando en unas palabras
de no sé quién: “No hieras a un solitario.” No he encontrado nunca palabras más
ajustadas a la realidad que estas. El daño que se inflige a un solitario es una
herida incurable, en las pupilas se queda grabado a sangre y fuego para
siempre. No se perdona, no se olvida, no se supera, no se cierra. Vengo
pensando en esto en el camino desde la Biblioteca del Sol a mi casa. No tienen,
me han dicho, en esa Biblioteca, ni siquiera en la Red, nada más de “este
chico”. Ah sí, algo, Dos años felices,
pero está prestado a una institución. Desando mis pasos y caigo otra vez en
casa, sobre el ordenador.
30
de marzo de 2015. 19:26
V
Esta persecución tranquila de
los libros de Manuel Vilas va dando su resultado. En principio no debería ser
así, pero no es tan fácil dar con determinados libros y determinados autores en
esta ciudad. Suelen estar bien surtidas las librerías y las Bibliotecas y, sin
embargo, hay voces y obras que no se encuentran. Los estantes aparecen
abarrotados, en algunos casos de forma absurda y absolutamente prescindible, preñados
estérilmente de las últimas novedades, de los best sellers, de los libros de autoayuda y las pseudonovelas. En
eso, lo he leído por ahí, tiene razón Vilas: “La literatura nunca será best seller”. Afortunadamente. Parece
destinada a un espacio más oscuro, más inaccesible y más secreto. En ese cajón de
lo recóndito revolvemos nuestros sueños y nuestra certidumbre: algo bueno late
ahí. En cualquier caso, el barullo editorial, la cantidad de propuestas, la
mezcla de lo bizarro y de lo inane, silencian algunas voces de interés.
Posiblemente, libros que serán decisivos en unos lustros. Y bien, he conseguido
la edición en Visor de El hundimiento
en la Librería de La Luna. Es lo último. Hace apenas un par de meses que ha
salido. Fue Premio Generación del 27, uno de esos premios que parecen reservados
a los poetas que habitan la cúspide.
De hundimientos vamos, entonces.
En la portada el mejor cuadro de la historia: “Perro semihundido” de Francisco
de Goya y Lucientes, también maño. El cuadro favorito de Pepe Enguídanos. Luego
unas citas –bastantes en realidad– de Malcolm Lowry, de Lou Reed, de Philiph
Roth y de F. Scott Fitzgerald. Este pórtico polifónico, nos anticipa y nos
recuerda que el infierno está en el corazón; que vivir es hundirse; que fuimos James
Dean en tiempos que fueron sueños; que envejecemos inimaginablemente. Cinco
partes. Cuarenta y tantos poemas. Es un libro de poemas bastante voluminoso para
lo que se puede esperar de las convenciones líricas y editoriales contemporáneas.
Son, además, poemas largos en su mayoría, de un corte narrativo, a veces
sucesión cortometrajista, secuencia cinéfila, balada dylaniana despeinada,
aliento denso de microcuento largo, devaneos líricos ensortijados de
descripción, reflexión, grito. Mejor así, pienso.
1. LOS
NADADORES NOCTURNOS
El primero de los poemas de
este libro se llama “1980”. Es una evocación doble y paralela: la del padre y
la del poeta, retratos de ambos con la misma edad. El tiempo ha pasado para
todos. Han cambiado algunas pequeñas cosas –los coches, los lugares, el
oficio-, pero el país sigue siendo el mismo, igual el salario, iguales los pueblos
absurdos de Aragón o de donde sea. Este hombre de ahora y de entonces se deja la piel,
la vida “detrás de una comisión a la intemperie”. Hay un sordo rencor de nuevo
contra este anonimato desolador e injusto: “¿Dónde nuestros rostros en bronce
esculpidos/ con las heridas en el costado?”, se pregunta. En ningún sitio es la
respuesta. Los años mal cumplidos, la soledad. La condena a a vagar por la
tierra, con mucha suerte ayudados por Lou Reed o por Johnny Cash. Mirarse al
espejo se convierte en un reto en el que te enfrentas a los lobos de la memoria:
“No soportaría tu mirada de fuego, tu mirada de condenación suprema.” El tono
es confesional, dialógico, cercano, culpable. El discurso fluye o se detiene. La
compostura del poema se alinea con golpes de efecto de intensidad y desamparo.
Porque al desamparo hemos
llegado en este largo vagar. En el segundo poema, desde la anécdota del niño que
está a punto de ahogarse en el río y que es salvado por un “fantasma”, Vilas
nos ofrece la visión más agria del mundo: “Dejad que los niños se ahoguen en
los ríos”. Sea esta la forma de preservar su candor, su secreto, su inocencia.
Y de protegerlos del mundo: “Dejadles que no vivan la mentira de la vida”.
En “Los nadadores nocturnos”
Vilas insiste en esa terrible soledad de las ciudades. De repente estamos en un
cuadro de Hopper o en un relato de Carver o de Foster Wallace, por ejemplo. Es
de una sobriedad asfixiante y un pesimismo letal: “Si falla alguno, pensamos
con alegría que se ha atrevido,/ que al fin alguno de nosotros lo ha hecho,/
que se ha levantado la tapa de los sesos.” Hay una sorda solidaridad suicida en
los solitarios que nadan y beben después. “Bebemos y nadamos, esa es nuestra
vida”.
31 de
marzo de 2015. 21.35
Desolado una vez más, anábasis
sentimental, prisma lúcido de la angustia (cotidiana?) es “Getxo”, esto es, el
hundimiento: “Ya no me quiere nadie”, culmina. Hay en este poema los versos que
más me han gustado desde hace mucho tiempo. Ayer, leyendo a Martín, un poema
decía que un mirlo picoteaba una cereza, que él comía esa cereza y que así
llevaba ya el mirlo dentro, su canción. Eso me gustó. Esto también me gusta.
Una buena caída, como de película, que arrastra en su arco todo, también a
nosotros: “Me gustaría morirme ahora mismo. / Caerme de la silla, arrastrando
conmigo/ en la espectacular caída, la copa de vino blanco, la casa azul,/ y el
título de este libro.” El hundimiento. Hallazgo. Un título que no buscas, sino
que aceptas: “Y lo acepto. Tengo un título. No podía ser otro título, claro./
Un buen título para una mala jugada de la vida.” Antes de salir de este poema,
si es que de él se puede salir, de sus arenas movedizas, me acuerdo de César
Vallejo. Sin comentarios.
Los poemas pueden ser instantáneas
en cruces de caminos. Perdiguera es un pueblo en mitad del desierto de Aragón o
Arizona. El ripio del tercer verso hace de cactus en la cuneta. Cualquier sitio
perdido de esta carretera –la inercia resucita la melodía rutera de Highway 51
de Dylan, por ejemplo– es bueno para el encuentro de los amantes. U-Turn, la
película. Los hermanos Cohen. Silvia O’Keefee anda por allí pintando sus flores
de sal. Sam Shepard se sacude el polvo de las botas en un poste de la
gasolinera. Es importante la gasolinera, el descampado. Dos personas, dos
soledades, se dan cita en ese espacio ucrónico: “Era el bar más hostil de la
tierra”. El sitio perfecto para la intimidad, para hablar sin decir nada y
dejarse “rotas las lenguas”.
Sin salir del desierto, España
es el país que Ted Hughes odió, “un país de carniceros”, “de ordinariez
histórica”. Resuena el corazón partido de Machado: “hay algo en él que acaba
destruyendo la inteligencia”. Y el recuerdo del irreductible Buñuel. El amor
irremediable y el odio a esta tierra y a sus gentes.
Críptico, crucificado, de
motel, es el poema “Seattle”. Mística sucia del grunge.
La misantropía más escandalosa
nos asalta de nuevo en “Berlín”: “Quiero ver cómo mueren todos los seres
humanos, uno tras otro”. Insondable es la profundidad de la brecha. Duele mucho,
mucho. Escucha Berlin ahora porque la escuchaban juntos: banda sonora de las
pérdidas, de los platos rotos. Ese pretérito imperfecto es el abandono. Otro fracaso
más: “Un tipo mejor colocado en las radiantes jerarquías de la tierra.// Eso
era todo lo que buscabas, menuda comedia.// Niña tonta y sin talento,
dándoselas de artista.” El desgarro del desdén y la desilusión: “Niña, me creí
Clint Eastwood for a day”.
El poema “Oración”, cinco mil
millones de kilos de desolación, hace pender la ingravidez sobre todas las
cosas: la democracia, un concierto de los Stones, la entrega del Premio
Cervantes, el capitalismo, la Unión Europea, Margaret Thatcher, los salarios,
el cáncer de colon… Parece que nada valga, pese lo suficiente. La ingravidez,
que es frío, vacío, insignificancia, enfermedad, se repite sobre nosotros hasta
dejarnos sin resuello. Una visión desolada, ingrávida del mundo y de las cosas
que se suponen importantes o decisivas.
En “Los cobardes” retoma la
imposibilidad, la dejadez, la impotencia en las relaciones de pareja: “Hubo
una, ¿te acuerdas?” (...) “La amaste mucho, y ella a ti también. (…) Os
besabais en los bares oscuros de aquella Zaragoza. (…) Tan verdadera su
soledad. Idénticos.” De nuevo el poema en prosa. En realidad, la dictio de Vilas acerca mucho este verso
libre, de elocuente y rabiosa soltura, a la prosa. Lo poético llega del golpe
de efecto, de la intensidad de las pasiones, de los silencios, del ruido de
fondo. Su estilo atropellado, inquieto, denso, incisivo, abundante,
dictatorial, incendiado puede ser la poesía.
No podía faltar el tributo a
Las flores del mal. En “Charles Baudelaire y el mal” rinde tributo al maestro
de todos. La aventura salvaje, anodinamente destructiva y desproporcionada del
bebedor. “Más y más”. “Te sentaste al lado de Carlos Baudelaire un rato”. Y un
propósito alumbrado en la borrachera, más que en la ebriedad: verter la sangre
amarilla “de los que carecen de alma, de valor y pasión”. Y el mundo vacío. El
ambiente alucinado. Ruptura del discurso. Menoscabo de la linealidad, no de la
puntería del poeta, que apunta sin fallar al “vacío del mundo”.
2. MONTEVIDEO
¿Lautrèamont? Me pregunto qué habrá de él en esta parte. Anduvo
por Montevideo el francés. Y me acuerdo de unas palabras suyas, que vienen al
pelo: “Los animales
salvajes, sin atreverse a acercarse para participar en aquel banquete de carne,
huyen, temblorosos, hasta perderse de vista.” El antihéroe que protagoniza
estos poemas ha vuelto. Vuelve en forma de “animal moribundo”. Este poema, esta
escena, deja algunos de los versos más logrados del libro: “Tu sexo no apaga mi
desequilibrio.// Tu sexo y tu belleza y tu amor,/ y tu idea heroica de que
tenemos un futuro,/ y tus besos largos como las sequías castellanas,/ tus besos
apasionados y de una entrega rabiosa/ que a cualquier otro enloquecería,/ no
apagan esta desdicha del tiempo, / la desdicha del animal moribundo.” Los
amores imposibles y esa procaz tendencia al dolor. Esa sabiduría inconsciente
de la imposibilidad de la duración de los afectos.
Otro tributo a uno de los mitos
malditos. “Francis Scott Fitzgerald” es la esquela de “un derrumbe prematuro”.
El “fantasma ilustre de la literatura” con el que dialoga de tú a tú, en una
suerte de elegía celebratoria, es este ídolo que, entre todos los fantasmas de
este mundo, sabe “caminar erguido/ hacia la destrucción”, desertar de la
vulgaridad y la inopia. Como en
“Hey hey my my” de Neil Young, “it’s better to burn out than to fade away”. La
elegancia del que sabe extinguirse. “Te beso”, dice Vilas, en la forma máxima
de adoración e idolatría. “Bésalas tú a ellas tres”. Sheila, Zelda, Scottie. La
oscuridad, la enfermedad, la inocencia.
Otra elegía. “16 de agosto de 1977”.
Son importantes las fechas. Algunas lo son para llorar a cántaros. Muerte de
Elvis. “Cuando te fuiste, te llevaste en tu cuerpo toda la poesía de este
mundo. // Te la llevaste toda, en tu cuerpo./ Desde que te fuiste no sabemos
amarnos.” El cedé de “Love me Tender” suena en el entierro del padre. La muerte
del Rey del Rock es la muerte de todo lo que con él vino: la alegría, la
libertad, la eclosión, la juventud, el despertar.
Desgarrada, burda y emocionante
es esta canción “A un poeta futuro”. “Y, sin embargo, viví para ti, / para ti
escribí todos estos libros.// Mis poemas, tuyos son.” “Toda la oscuridad del
cielo me la voy a beber ahora mismo”. Le falta decir, en tu honor. Está bien
esta generosidad para el que ha de venir. Este cable dolido de acero que se
tiende hacia el otro.
“El Terror”: “Mucha gente se
queda sola en la vida./ Están en sus pisos, viendo pasar las estaciones.” No
pensar, no recordar. La soledad radical, raigal, absoluta: “Mirar farolas es
amor también.” Mirar a los coches pasar. El Terror, “lo único que tengo, my darling”. Ante esto, insoportable tal
vez, se pregunta Vilas qué significa vivir ¿Qué es la Libertad? En un ejercicio
de autoafirmación, de pelea de nuevo, frente a toda la vulgaridad, frente al
oprobio, frente al desgaste, “intenta santificar tu vida, hacerla alta, rara,
compleja.// Asesina sin piedad a quien se atreva a juzgarte.”
Cierra esta parte, como si se
tratara de una presencia ineludible, el encuentro fantasmal con su padre en
Montevideo, en el cine porno. El alcohol baña la escena. Hay un coño rubio de
película pudriéndose ya en cualquier cementerio. La ciudad está vacía hoy, el 1
de mayo, Día del Trabajador.
31
de
marzo de 2015. 03.09
3.
974310439
“Pensé que por fin sería aquí,
pero aquí tampoco fue”, inicia “Boston”. El desencuentro te persigue. Eres un
fin de raza arrojado a lo de siempre. Frente a eso, el alarido.
“Octubre de 2013”, podría
considerarse un despropósito irreverente con la figura de Alice Munro como
excusa. Pero esta irreverencia parece dirigida más bien contra el circo de los
grandes reconocimientos literarios, que se han olvidado de la vida. Más hielo
para el licor en “Think it over”. La distancia y la frialdad irremediables de
las relaciones de pareja, y un desencanto heredado. “Piénsalo, a nuestra edad
ya no saldría bien.” No hay opción. Y luego, bajo el volcán, acabados, besando
todo acabamiento, amando el dolor, sosteniendo la desgracia sobre los hombros,
“besaré el final de la vida, tan sucio, tan miserable.” Por supuesto, Vilas, “After
the show”, desea ser enterrado en su pueblo, donde nació, “si es que alguna vez
nací”, para que quede claro ya. A esta desiderata sigue otra triste evocación
del padre muerto. “En las altas esferas”. Este luto por el padre (y la madre)
me hace pensar algo en Aire de Dylan
de Vila-Matas. “Cada día me acuerdo menos de mi padre./ Ya no recuerdo su
rostro ni su voz ni su alto espíritu.” Lo que no se acaba es la búsqueda de las
conexiones, de las cercanías con él: “Heraldos de la muerte los dos, eso
éramos.” Entre el detritus social, la alta humildad del padre y su nobleza. En una España
canalla, desabrida, el poeta ha acabado “escribiendo en esta lengua callejera”,
al tiempo que cree “que hay países plenos, grandes, fuertes/ y países que no
valen nada”. Frente al mundo y su agresión, “yo soy voluntad de querer ser,
plena y violenta. / Muy violenta.”
Uno de los poemas más logrados
del libro es 974319439, despedida de su madre. “Te di un beso en la sagrada
frente helada/ un domingo/ por la mañana/ de un veinticuatro de mayo del año dos
mil catorce.” Es de una profundidad sencilla esta declaración de amor última.
“Sentí tu frente antigua y acabada en
mis labios/ antiguos y acabados, / pero aún conscientes los míos; / los tuyos,
/ venturosamente, no.” Y el reproche final, otro más, a la España ingrata: “mira
que fuimos pobres y desgraciados tú y yo,/ ma
mère, en esta España de grandes hijosdeputa enriquecidos/ hasta la
abominación.” España, la solemne nada histórica.
4.
MADRID
“La fenêtre”, su primera palabra en otra lengua, viene a recordar
que “la luz de las cosas ya no está contigo”, que el mundo “ha saltado en mil
pedazos, / y tú no sabes saltar por la ventana”. Walkin’ on the wild side de sí mismo, again.
A
este presente en el alféizar, en el filo, sucede el recuerdo de “Forever in
Blue Jeans”: “Recuerdo tu pelo rubio bajo el sol del Mediterráneo. // Tú tenías
quince años y me dejaste que te besara.” La constancia del hundimiento brilla
también en ese luminoso haz de inocencia. Parece que alguien ha fallado al
pacto, desde luego. Así en “Gatsby”: “La vida tenía que ser necesariamente
generosa y plena,/ ese era el pacto (…) ¿Quién lo incumplió?”
De esa falta de generosidad, de
este estropicio, de la no plenitud surge uno de los mejores poemas de la
sección, “El hundimiento”. Vilas se desdobla y se oye hablar él mismo de sí
mismo. “Sí, cuando lo conocí el tipo estaba acabado./ Solo bebía y reía y esas
cosas”. Engancha esa confidencia, esa desolación estoica, impertérrita, casi serena.
“Todos acabamos igual, así que hizo bien”. ¿Pero habrá redención? “Olvídate de
todas esas ideas absurdas/ sobre el odio y el fracaso, ese arroz está divino”.
Sí, pero siempre la muerte ahí,
al otro lado de “Anoche vino”. Y en Madrid, la pérdida del rumbo, de la
conciencia: “Está usted en Madrid, señor, ¿le ocurre algo,/ se encuentra usted
bien?// Madrid, ojalá hubiera nacido aquí.” En el límite.
Exaltación del amor por la vida
es “El último Elvis”: “Respeta siempre la destrucción de las mujeres/ y de los
hombres que amaron o intentaron, al menos, amar/ la vida y esta les quemó o les
rompió los huesos de la cara”. El amor a la vida sigue siendo el único animal
por el que es lícito pelear, destruirse. Junto a esto, Caracas, la habitación
del hotel, toda la violencia supurada: “Todos los hombres y mujeres que fueron
asesinados en Caracas/ están aquí contigo, en esta habitación, en mí misma.” O
la canción de las mujeres desesperadas y el abandono, el fallo de los otros, la
violencia de “Orange”. Los platos, los dientes y los sueños rotos.
2
de abril de 2015. 21.58
5.
DADDY
De forma lapidaria inicia Vilas
“Estilo”, uno de los poemas que recogen el espíritu de esta quinta parte y del
libro: “Todo ser humano se va de este mundo sin saber/ qué fue la vida, qué es
la vida.” Epitafio de la civilización, del progreso, del conocimiento. Al
final, nadie sabe qué es esto, a qué hemos venido, te marchas sin saberlo. De
este libro casi también: un cúmulo de desesperación, de frustraciones y de
desilusión recorre todos los rincones, barre casi hasta el último rincón. Personajes
que se derrumban en sus vicios y en sus taras: “No bebas ya más, papá, por
favor.” Soledad, incomunicación, frustración, inanidad. Daddy, por ejemplo, ha
hecho de su destrucción y de la de su familia su forma de vivir y de morir:
“Muérete lejos de nosotros, papá.// Nunca estuvimos orgullos de ti, papá. //
Por favor, muérete muy lejos de nosotros.// Nos lo debes” Este es Daddy, la
culminación patética del hundimiento. La vergüenza ajena. Tremendismo poético.
Muy fuerte, tío. Y, por si fuera poco, ha muerto el “Príncipe de Aquitania”:
“Si Lou Reed ya no está en este mundo, / yo tampoco quiero estar en él. //
Llorad, hermanos, se ha ido el mejor de los hombres, / el artista más grande de
mi tiempo.” Lo que queda aquí es muy poco y malo. Y escribe Vilas contra la
vulgaridad de los neofascismos (“El IV Reich”: “Tenemos nuestros uniformes, y
así pasamos la vida, / creyendo que la Historia fue nuestra alguna vez.”), contra la cutrez, contra el vacío, contra la
superficialidad. Y entona su canción de amor para el alcohol. Y se une a la cofradía de los que pisaron esas sendas
etílicas, poéticas, de Dylan Thomas a Joyce. “Dejadme beber con vosotros hasta
el fin del mundo”.
Y otra vez España, como
leitmotiv sangrante: “Duerme, España” le dice. La corrupción y las corruptelas,
la anestesia, la sangría, lo grotesco, el mismo funeral de los noventayochistas,
de Cervantes, de Clarín, Valle Inclán, de Delibes o Mariano José de Larra
cientos de años después. Así, en “El poeta de cincuenta años” se mira de arriba
abajo, dando las claves de su posición poética y vital: “Me importa, sí, la
miseria, al humillación, el desprecio, el insulto, / el silencio, el
hundimiento de quienes escribieron/ esos libros de los que me habláis ahora”. Y
lo único que importa: “me importa el amor,/ eso sí me importa;/ el amor
eternamente/ no correspondido, / eso fue para mí la poesía.” Blues.
Cierra el libro “Spanish
Dream”. “España, ¿qué has hecho de mí?” “España, déjame ser el escritor que
quiero ser, permíteme eso (…)/ España, no tengo un duro y mis libros se venden
poco y no puedo vivir de mi trabajo, y
trabajo para nadie.// Solo sé escribir y me estoy quedando sin
palabras.” Es ésta la soledad final de los desposeídos, de los desposados con
el cadáver de sí mismos y de la realidad. No tener ni una palabra que llevarse
a la boca.
3
de abril de 2015. 17.59
VI
Inquietante, quebrado,
desesperado el mundo poético, imaginístico, mítico de Vilas. Me gusta. Es
contemporáneo. Huele a verdad. Desarrapado, violento, simple a veces, trenzado
de derrumbes, bárbaro en ocasiones, desconsolador siempre. Asusta y da pena. Es
de una indigencia sentimental desoladora, demoledora. A los poemas se les ha
caído la carne. Casi no hay adjetivos. No se describe, se apuñala y se golpea
en la mandíbula desencajada. Por su boca oímos a los que han escrito desde ese
estrado destruido antes. Queda, expuesto al viento seco de España, un manojo de
tendones, de huesos fracturados, de arterias que no conducen a ningún lado. Con
la destreza de un francotirador que llora, Vilas arremete en sus poemas contra
todo lo que se mueve. El discurso es abrupto, no demasiado cuidadoso, no poético y se interrumpe, golpea,
desatina. Pero acierta: acierta en la contundencia, acierta en esta naturalidad
visceral y sin armonía que enamora y que envenena el alma. Esta poética suya,
realista, sucia, existencial, maudite,
hiperestésica del daño y la pérdida, me hace pensar en lo que Claudio Rodríguez
decía, que el poema tiene el ritmo de los pasos que se dan en el camino (eso no
es). O en aquello de Ginsberg: el verso ha de tener la amplitud acompasada de
la respiración (esto tampoco). O en aquello de no sé quién: el verso ha de
resonar con la extensión de los latidos de nuestro corazón (esto tampoco). O en
aquello de Tennyson: que el poema brote como las hojas del árbol (esto menos
aún). Ni caminos, ni respiración, ni latidos, ni hojitas verdes que brotan.
Despeñaderos, hiperventilación, ataque al corazón, hojas que crujen en invierno
y en primavera, copas vacías que revientan a nuestros pies. En el caso de
Vilas, da la sensación de que el verso late sincopado, golpea sin remedio, a
ciegas, se expande en el desorden, tirita ebrio de hipotermia, con la pujanza
de los golpes, los puñetazos, las patadas que se dan en el capó en el volante
de un viejo Chevrolet o un viejo Simca que se niegan a arrancar justo en el
peor momento. Arranca el poema, eso sí, impulsado por la intensidad reflexiva
del caos, la demolición del estatus de felicidad occidental, la mitomanía al
borde de lo psicótico, el recuerdo abierto en la carne de los padres muertos,
la polvorienta habitación del desengaño, la antigua botella de vodka del
antiguo amor, y el desamparo de los espejos, el destrozo, el destierro.
Desterrado de sí mismo y del orden y del sentido que hasta ahora hemos llamado
común, Vilas pasea sus huesos por esos poemas, como un Johnny Rotten (¿)/ Cash
(sé que le gusta) de ojos ardiendo, como un Young Angry Man que desprecia los
restos de belleza del mundo y que aplaude su hundimiento y su alboroto
mortecino, Cioran redivivo, al tiempo que se arroja de cabeza, con todas sus
fuerzas, desde el trampolín más alto, a la piscina vacía del desencanto.
1
abril de 2015. 2.18