jueves, 5 de junio de 2014

Eloy M. Cebrián, perro de presa en el Madrid de Cervantes





Estos últimos días he estado leyendo la nueva novela del escritor Eloy M. Cebrián, Madrid, 1605 (Algaida, 2012). Diré ya que es una novela muy bien escrita, que mantiene el tipo siempre y que no se deja caer en esa inmunda facilidad analfabeta y pseudosentimental a la que aspiran con frecuencia los bestsellers contemporáneos. Lo digo ya porque el estado de la novela es, a niveles comerciales, deplorable: novela facilona, novela sobre asuntos trilladísimos, novela carente de profundidad, novela que solo es entretenimiento simple, burda pantomima y gasto injustificable de papel. Es decir, que la literatura anda muy coja en lo que tiene que ver con la literatura si nos referimos a lo que nos venden a golpe de publicidad en las librerías. Raro es encontrarse con una joya.
En el caso de Eloy, su ambicioso relato nació –merecidamente– con un pan bajo el brazo y anduvo lidiando desde sus primeras bocanadas en las altas jerarquías literarias para acabar siendo publicado en una edición hermosa, sobria, cómoda. Eloy es, por supuesto, un gran contador de historias y ahora, junto a su amigo Francisco Mendoza, lo demuestra otra vez. Aprovecha, además, para rendir homenaje al maestro Cervantes, lo que le honra.

No voy a descubrir aquí mucho más de lo que nos cuenta en Madrid, 1605. Cruzad vosotros ese umbral y descubrid: no os arrepentiréis. Hablaré de otra cosa. Me ha sucedido que, desde las primeras páginas de la novela, he oído el vivo aliento narrativo del albaceteño muy cerca, como si me hablaran desde dentro, desde muy cerca. Es inquietante esta sensación de familiaridad: reconoces, pero no, la voz del amigo, la sientes a distinta intensidad, se alza o se diluye… Y siempre está ahí. En cualquier caso, es un lujo tener al narrador en el oído interno, frente a ti, dictando –en privado– los renglones que lees. Su voz, su tono, su acento, sus cadencias son parte constitutiva del relato más allá de formas y contenidos. Esa tercera persona desde la que narra adquiere en esta novela una presencia especial por la imperturbable presencia del amigo novelista. Hay quien prefiere no conocer a quien escribe y se justifica diciendo que la realidad lo priva de la sensación inusual de estreno ante el fruto y el regalo literario, y que le contamina la imaginación, le despista. Yo creo que conocer al autor no tiene por qué convertir el texto en algo más previsible. Por el contrario, le añade matices y resonancias que quiebran la frialdad narrativa. Oyes al narrador en estéreo: doblemente, la voz de la novela convive con la ilusión de la voz real que recuerdas. Otra voz viene modulando, subrayando, incubando lo que lees. El cruce o la convivencia de ficción y realidad se erige en juego de espejos y de voces desde el que vida y literatura se mezclan y emulsionan. La actualidad y la familiaridad de la voz que narra nos hacen partícipes del relato, responsables de sus idas y venidas, testigos de cargo de la historia, que ahora nos necesita muchísimo para evitar una doble soledad o un doble silencio: el del narrador y el del amigo que nos acompaña en cada palabra de la lectura. Más que algo ajeno, lo que se cuenta es algo que raramente nos pertenece y nos obliga. Esta familiaridad polifónica le confiere a la prosa de Eloy una frescura, un vigor y una naturalidad muy sugestivos. Esto no significa en ningún caso que estés leyendo la novela de un amigo, como pasándole la mano por encima o condescendiendo a sus manías, sus costumbres o sus inflexiones. Antes bien, esa voz reconocible, la voz extra, es la voz tras la que te parapetas, de la que te acompañas para irte muy lejos por los pasillos de la ficción. La amistad es en este caso el escudo desde el que conquistas un reino inexplorado, te adentras en un espacio mítico, expandes fronteras de lo que es real. Lees una historia, lees la vida del amigo desde sus palabras, te lees.
Creo que es esto algo muy cervantino también. Cuando hemos leído las narraciones de Cervantes, siempre nos ha resultado que esa voz que narra –compleja, desatada, irónica– transpira una especial cercanía, y que en ella se reconocen un amor y una ternura que parecen cuidar a los personajes línea a línea, o reírse con ellos y trazar su laberíntica anunciación al otro lado del papel. En el Madrid, 1605 de Eloy os encontraréis con una historia doble, a dos bandas, con un certero escenario doble: el Madrid de hoy, el Madrid de los Austrias, y una única devoción (doble): la devoción por la literatura y por la vida. Bibliófilos, escritores, libreros, incunables, actores. Y el mundo como teatro, como cuento. 

No otra cosa nos hace sentir nuestro novelista: el mundo es un teatro en el que es posible interpretar la pasión de la literatura. La imaginación va de la mano de Cebrián como un niño de la mano de su madre, segura e inquieta y siempre queriendo mirar y mirando hacia otro lado. Eloy nos enseña de nuevo cómo el narrador es un fiel perro de presa que sabe perseguir, quedarse parado, husmear en las lindes de lo narrativo para conferirle al texto más disciplina, más sorpresa, más tensión. Por recordar a algunos de los nuestros diré que, en este sentido polifónico, han sido muy especiales las lecturas de Carlos Martínez Montesinos, visionario y radical en Una bandada de mujeres muertas; Antonio García Muñoz, articulista y dylaniano; Arturo Tendero, plural y poético en La hora más peligrosa del día; Félix J. Velando, travieso e infantil en Calcetines o Anselmo Gómez, artista poliédrico y orgásmico autor de Blanca. Me acuerdo también de la tradición cervantina –largos años cultivada por la persona a quien pertenece el volumen de Madrid, 1605 que he leído y leo: Carmina Useros.