Una
contradicción permanente
Notas
sobre la poesía de Julio Cortázar
“El poeta, contradicción
permanente, teje el poema con las arañas pero a la vez quisiera las cosas fuera
de la tela, las cosas moscas en su libre vuelo. Sabe que de alguna manera mata
las cosas al mostrarlas (Rilke dixit) y por eso, ya no puede no tejer la tela,
multiplica las oportunidades de la distracción, mezcla las barajas del
presente, cambia los sentidos, enloquece las agujas de marear, confunde entrar
y salir, cara y cruz, arriba y abajo.”
-Julio Cortázar, Alto el Perú-
El poeta
es esa contradicción permanente que le da sentido al universo. Desde su boca,
que es siempre algo más que suya, asistimos a la celebración de la existencia.
En su canto la vida no cesa de aspirar a ser algo más que sólo vida. Hay en la
palabra poética, que es oráculo y acción, que es expresión y comunicación,
lugar y ubicuidad, un susurro que procede desde el origen atávico del lenguaje,
desde el instinto iniciático de desplegar la realidad que nos posee como
hombres. Liberar el instinto del dogal de la civilización ha de ser el primer
paso en la conquista de la antropofanía,
en la restauración de la integridad perdida. El despliegue poético, que es
arrebato y compromiso, se efectúa desde las cosas y hacia las cosas, desde el
lenguaje y hacia el lenguaje. Cuando el poema atrapa la realidad, la está
haciendo más libre, la dota de una autonomía mágica, la insemina con la
emergencia intuida de ser algo más. Cuando en una palabra cabe un hombre,
siempre hay un hombre más sin descubrir. Si en el poema nace un orden, ése es
un orden que no responde sino a un movimiento perpetuo, a un crecimiento sin
fin. Los dominios de lo poético son el taller flotante en que se forja la
triple aventura del lenguaje, la realidad y el hombre.
La
palabra poética es una revolución en sí misma. Emana de una rebeldía, de una
audacia que la precede siempre y que más tiene que ver con la naturaleza y la
conciencia innatas del hombre que con una premeditación estética. Late en el
fondo de nuestro ser, que es también nuestro lenguaje, una propensión
analógica, intuitiva, proteica de conocer, de nombrar por primera vez todo. Al
espíritu racionalista que describe las cosas, las clasifica y las define, se
llega después, desde la locución filosófica y el pensamiento discursivo. De la
solución de continuidad que se vive entre la lógica y la afectividad nace un
lenguaje que nos ennoblece y nos dignifica. La música de la existencia viene
cifrada por las coordenadas de una palabra que nos recoge y nos bifurca, nos
establece y nos devuelve a la vida, en un proceso incesante de entusiasmo y
consumación. La realidad a la que pertenecemos nos pertenece en su absoluto y
es la palabra poética la única responsabilidad auténtica a que obedecemos. El
lenguaje es una rueda que gira en el vacío; el vacío gira en el lenguaje, se
hace rotación en cada vuelta. Los signos –como sabía Octavio Paz– están en
rotación. El mundo y la palabra que lo dice son inconstantes y es el poema el
lugar donde el milagro de la creación se cumple. En el principio era la
palabra.
En
Cortázar, las palabras celebran esa ceremonia de la confusión de la realidad en
la que el juego literario adquiere coherencia, en la que la negación del canon
y sus modos discursivos no es más que la posibilidad de adentrarse con armas
nuevas en los terrenos inexplorados que nos hacen concebir un más allá. La
definición cortazariana de lo humano se presiente en la demolición de
instituciones glorificadas, usos estereotipados, miradas convencionales e
imperativos de seguridad y solvencia. La palabra poética cortazariana propondrá
siempre un lenguaje “matinal”, en que se invente cada vez el mundo, en que el mundo
se revele de profundis como por
primera vez.
Una doble
libertad es precisa: la libertad de las palabras, que quisieran resolver la
afasia semántica en que se hallan sumidas, y la libertad de las cosas en sí
mismas, acorraladas en nombres que no las dicen. La aventura existencial ha de
consistir en el trazo de una línea que recoja, sin someterlos, esos dos polos.
El único texto posible referirá, simultáneamente, la condición humana esencial,
la intervención del hombre en el mundo y la dimensión desconocida de lo real.
Las restricciones del pensamiento convencional y las predisposiciones de la
cultura se olvidan de las excepciones, las irregularidades, las irrealidades y
los sueños en cuyo hálito existe en profundidad el mundo. La huida de la Gran
Costumbre es el intersticio fascinante por el que escapamos del hierro de lo
establecido, la brecha por la que amanecemos a una mirada utópica y crítica. En
Cortázar nos encontraremos, a contracorriente, enloquecidas las agujas de
marear, con ese poeta en que se cifran vitalmente las oportunidades de la
distracción.
La
contradicción que el poeta entraña es una de sus más abundantes cualidades, en
tanto le permite una conciliación más allá de todo sistema, un tejido que
aprovecha la negación de lo discursivo y lo metódico para el asalto de los
perfiles insospechados de la creación. Sólo desde esa desautomatización que
profiere un grito nos será dado contemplar el auténtico día onírico, la
inmensidad del juego, las regiones lúcidas de lo fantástico, la verdadera cara
de los ángeles. Esa contradicción le otorga al poeta poderes mágicos, porque en
su palabra hay placer, compromiso e inteligencia. En la palabra poética se
consolida nuestra vocación humana original, se aceptan los encuentros, las
afinidades, las coincidencias significativas y, finalmente, se desentrañan el
milagro y el secreto de la vida.
Al
irreductible encanto de cantar y al enfrentamiento poético en que se cumplen
las posibilidades de decir y ser dicho, al feraz compendio de deseo
inextinguible y de acción nos invita la poesía de Julio Cortázar. El poema
lleva inscritas en su naturaleza la necesidad de ser más, la necesidad de negar
los cauces obsoletos de la poética convencional y la necesidad de conciliar las
respiraciones de la vida y el arte en la construcción de un discurso que se
mueva por encima de todo discurso, que instale al lector en una plataforma hierática y que ofrezca el diáfano
nacimiento de una realidad más real.
La distracción de las formas, la no sumisión y la abigarrada libertad creativa
nos muestran al Cortázar poeta como salvador de todas las distancias, como voz
en que culminan los designios sociales y artísticos del siglo XX.