EL AMOR
SEGÚN ANSELMO
“¿Dónde guardas un trozo de aroma, para mí? He
apurado los últimos besos. El polvo de mi pecho es un bello monumento a tu
recuerdo. Me comería hasta las piedras si tuviera la certeza de hallarte
debajo.” (76)
Con esta contundencia nos habla Anselmo Gómez
del amor, del cuerpo y el espíritu del amor en Amores pusilánimes (Premio Novela Erótica Villa de Gerena, Autores
premiados, 2016). Parece haber recordado el significado latino de amor, más cercano a la sensualidad del
deseo que a las efusiones de los sentimientos. Las cosas del amor –diría Jaime
Gil de Biedma– son del alma, pero un cuerpo es el libro en que se leen.
Necesaria, por tanto, la contundencia en el discurso, la volubilidad de las
formas, el erotismo y la crema de las sensaciones descritas. Porque no creo que
haya en el mundo nada más difícil que describir un cuerpo humano con palabras.
Tal vez atreverse con el alma del hombre. Se resisten a entregarse al que
escribe. Se resiste la carne, en su voluptuosidad y en su materia, a ser
recogida en los signos baratos con que decimos las cosas. Tal vez, porque el
cuerpo no es una cosa más, porque el cuerpo en sí ya es una comunicación, alada
sin duda. También porque puede ser mucho más: un éxtasis, una fragilidad, una
extensión del alma, un milagro, un pecado, una porción de infinito. La medida
del universo, en fin. De esta dificultad y de este peligro fueron conscientes
los artistas del Renacimiento, los mismos que situaron al Hombre en el centro
del círculo y el cuadrado, como epifanía, como resurrección, como alcance
sublime, como encuentro y origen de todas las cosas. Si Miguel Ángel o Leonardo
se rompieron las crismas buscando esa humanidad en el mármol –“¿Por qué no
hablas? Habla, perro.” le gritó Miguel Ángel Buonarrotti a su Moisés después de
golpearlo con un martillo en la cabeza-, creo que más ardua es todavía la labor
de quien pretenda esculpir en lenguaje el cuerpo de la mujer. La donna angelicata de Petrarca o Dante exigió
la invención de un lenguaje nuevo, el del amor cortés sublimado, incendiado de
metáforas y símbolos que rindieran la naturalidad del ser, aún no superado en
la definición del amor y los bienes que lo acompañan. Ni siquiera Lope, en el
famoso soneto, se atrevía a ceñirse a un solo lenguaje para cercar el cuerpo,
la idea, y expresaba su confusión. Por todo ello, siempre me ha parecido
imposible contar los deleites de la carne, las formas del espíritu para el
amor.