sábado, 29 de marzo de 2014

La inteligencia visceral de Javier Lorenzo: Manual para resistentes.



“Para los resistentes, la sentencia
de un tiempo concedido en rebeldía
y un regreso al origen de los hombres.
Y, desde aquí, una necesidad
de ir construyendo.”
(“Registro de necesidades”, 9)


Así comienza Javier Lorenzo su último libro de poemas, Manual para resistentes (Valparaíso, 2014). Recojo estos versos y los convierto en umbral de las líneas que le dedico, porque en ellos están ya algunas de las claves líricas desde las que se desenvuelve su obra: la resistencia interior a los embates de este proceloso y trágico mundo; la poesía que ha ser –y es siempre– rebeldía, acusación, indocilidad; el regreso a un humanismo que nos devuelva una imagen real de lo que somos y de lo que cabe esperar de nosotros; la necesidad de construir un lenguaje en cuyo fondo aliente el hombre nuevo de cada día.

“Queda la vida”

                       Al poeta Antonio Rodríguez Jiménez

Nunca, desde las cimas altas
que he visitado, he sido ni seré
más alto y más esbelto que el resto de los hombres.
Ni desde los abismos donde llegué
he sido el extravío que me ha hecho diferente.
Y nunca ante el dolor he sentido dolor
muy distinto, ni amor tan desigual
que nadie sea capaz de comprenderlos.

Por eso, cuando escribo,
escribo de la culpa, de la piedad,
la calma prolongada del que observa,
también de libertad, de entendimiento,
de pasión y renuncia,
con las mismas palabras, no otras diferentes,
de los hombres.

Es el lenguaje, armónico y vital,
la forma más precisa de comunicación
que nos iguala. Allí donde lo somos
queda la libertad, queda la vida.


Ser lenguaje y hombre: de eso se trata. De cerca, con algo parecido al fervor y al asombro, desde la confianza en su saber hacer, he seguido la poesía de Javier Lorenzo, ese viaje poético que se inicia en Visiones al costo y que ha rendido libros grandes como Territorio frontera, con las deliciosas estaciones intermedias que son Juegos de construcción y Ecosistemas. He seguido su poesía como quien mira pasar las nubes por el cielo y las persigue y con ellas se va un largo trecho, abrigando la esperanza de su sombra fecunda o la lenta lluvia que nos refresque y nos reconcilie con nosotros y con las palabras. Ha sido abundante esta persecución de su poesía: en ella he aprendido que es suya una voz propia, con resonancias propias, con inflexiones y ecos que lo definen en medio del marasmo poético, y que en sus poemas uno se hace mejor. En esa persecución he gozado también del placer que consiste en oír al oído –al menos una vez– una voz verdadera, capaz de hacer vibrar al unísono la inteligencia y la emoción, capaz de herir y curar nuestra sensibilidad, de alimentar nuestro deseo de lenguaje, de ampliar y profundizar la realidad.




En su obra, que es siempre exigente con el lector, severa consigo misma, elegante, asistimos a un trabajo hecho con devoción. Con cada libro Javier Lorenzo ha buscado su propia idea de las nubes, su propia soledad, su conocimiento propio de toda la luz y de toda la sombra. Esta vez, sin embargo, es también exterior, proyección:

“Miro por la ventana como si el hombre
se hubiera despojado de todo lo interior
y fuera más externo en la nevada.”
(“Nieve”, 11)

Esta vez se inclina con claridad a la escucha de esa voz mineral, de muchedumbre, de los otros hombres:

“¿Alguna vez oísteis una voz mineral,
como de gruta herida por las olas de un mar embravecido,
dejando a voluntad de la piedra el ulular del viento
y de la espuma?
Yo la tuve a mi lado”
(“La voz”, 61)

Siempre me ha parecido la suya una poesía inteligente, cuidada, firme en su esplendor, en su limpidez, en su pureza. Con Manual para resistentes acompañamos en la lectura al que es poeta otra vez, desde una modulación distinta, más coral, más anclada en la realidad. Lorenzo ha hecho de la poesía una forma de vida interior, entre la imagen y el pensamiento, y ahora le otorga tangencialmente su condición de juicio sobre lo humano: “La civilización puede ser una lágrima” (36); la mirada crítica: “Están aquellos que/ tienen en la mirada el pánico” (39); la necesidad de  “derribar las fronteras”, de “ver el mar en la otra parte,/ respirar y sentir el aire nuevo,/ tocar la nueva tierra, su otro noviembre”; la conciencia de un tiempo de heridas: “Viene ahora otro tiempo en la claudicación,/ el del silencio, el tiempo de un compás/ que no enseña, por átono, a festejar la música.” (50)…

No en vano, dos líneas de fuerza atraviesan y sostienen la poesía de su Manual para resistentes: un impulso hacia el conocimiento como argumento erógeno y una retracción inquisitiva hacia lo humano. Esta propulsión y este hundimiento tienen que ver con una búsqueda que esta vez no se detiene en él mismo, sino que avanza con pujanza hacia esa parte propia e inalienable que es el yo en el que existe el nosotros. Un yo que se imbuye de humanismo, que hace partícipe a la humanidad de sus dudas y sus leyes, de su alegría y de su belleza, de su entusiasmo y su quiebra. Late en el Manual un compromiso íntimo que se amplía moralmente al compromiso ajeno, al otro, como respuesta a “los tiempos de devastación” a los que asistimos.

“Despertares”

Igual que en los banquetes,
pusimos la ilusión encima de la mesa
e invitamos al mundo,
abrimos el invierno a la naturaleza
y la casa a los hombres.
Y llegaron, se fueron abriendo las costumbres
a otras costumbres nuevas,
los ojos a otras identidades,
las manos a otro gesto.

Y como en un banquete
se hizo sonar la música,
bailamos y bebimos las consideraciones,
los elementos nuevos que dejaba la entrega.

Y luego despertamos
con un grito brutal. “Ayúdanos, señor” era la súplica.
Y como en un banquete
arrumbado de nuevo por la lluvia,
el último invitado abandonó la mesa.


En este libro, hay un “hombre en suspensión”, el poeta, dotado de sabiduría, de resistencia, de solidaridad humana, de palabra.

“Y dicen que fue entonces
cuando, de las preguntas ante la realidad
de los cuerpos inmóviles,
surgieron las respuestas que indicaban
al hombre en suspensión, con esa identidad de gaviota,
el único argumento:
Conviene que sepamos que el destino no es
de los que duermen dóciles,
sino, más bien, de aquellos que descubren
que en un golpe de viento
puede hallarse el prodigio.”
(“Leyenda”, 24)

Mientras todos dormían él ha decidido poner fin a su inmovilidad. Visceralmente. Ha elegido dejar de ser ese durmiente dócil. Ha sabido, además, que la resistencia interna del poeta es la resistencia del diamante. Ha sabido que el poeta es, al mismo tiempo, flexible como el junco, ingrávido como la noche que cae sobre el hogar y en las afueras, lúcido como el invierno que acontece para que podamos soñar el invierno.

Javier Lorenzo ha elegido resistir con nosotros esta vez.

“Dichoso quien entrega su consuelo
a un consuelo mayor de civilizaciones,
dichoso el que comparte su pasión
con la pasión del mundo”
(“Salmo”, 18)

Bienvenida sea, Javier, tu voz mineral, tu voz despierta, tu voz resistente. Enhorabuena.






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