NOTAS SOBRE LA SED
LOS CAMBIOS CLIMÁTICOS DE CRISTINA MORANO
Andrés García Cerdán
LAS PIERNAS DE DAFNE
Atravesé la inundación
con el agua por la
cintura
hasta llegar a casa.
El viento había tirado
tejas,
cornisas, rótulos de
escaparates.
Pegados a mis piernas
aparecieron hojas,
tallos, papelitos,
florecillas tardías del
otoño;
como si la tormenta
hubiera hecho
árboles de mí,
o un dios se olvidara,
a medias, del prodigio.
Atravesará
la inundación o el desierto y después pensará ahora qué, de dónde salgo, qué
llevo pegado a las piernas, al alma. El lector de Cambio climático de Cristina Morano (Bartleby, 2014) atravesará una
autopista cuarteada, cambiará su piel en la lectura. Sentirá al principio cómo
se le secan los labios, luego cómo le escuecen los ojos de inclemencia y
hermosura. Notará el calor en la yema de los dedos, notará un fuego
indeterminado llegándole al centro del pecho. Al fin, este es un libro que
habla “de las cosas que nos secan” (<Hotel Suecia>). Sí, nos secan, nos
curten, nos abrasan. La lluvia, la inundación, los ríos son prodigios.
“Aquí hasta la memoria
se cura en sal y
lentamente
también nosotros nos
hacemos
de cecina la carne.
Deberíamos
habernos ido al norte
hace ya tiempo,
antes que nuestros huesos
blanqueados
en la arena señalen otro
cementerio de saurios
sin futuro.”
¿Quién
puede acercarse a esta insolación, a este equinoccio de consumaciones poéticas,
sin sentir el cuerpo en llamas? Amenaza un monzón universal, un desierto
(“Infeliz el que aprende del desierto”) ilimitado, un deshielo repentino.
Debemos estar preparados para el cambio de clima, para convertirnos en algo
distinto: ocurrirá de la forma más natural, caerá del cielo a plomo, vendrá de
las entrañas, nos abordará desde el rotar de las estaciones.
Como
el ser poético que vaga por las estancias del libro, el lector se sabe arrojado,
poema a poema, a una mudanza. Leemos para sentirnos otros, recién llegados,
inmigrantes, nómadas, charnegos.
“Pronto tendré que
desmontar mi casa
y hacer con estos libros
mis maletas.
Dónde acabaremos esta
vez
y a qué nuevos dolores
habrá que acostumbrarse.”
El
equipaje es piel, tiempo, literatura. Lo único que nos llevamos es Literatura,
los libros con su memoria sin piedad, los libros con su incertidumbre y su
certeza. Nos movemos, tenemos fiebre, nos arrastra la corriente, el sol amenaza
con desasirnos de cualquier realidad: su alucinación es un canto al barro, a la
estepa, a la migración.
Cambio climático. Tuaregs por las rutas de
la seda y del escorpión, enfrentamos una labor esencial para la supervivencia:
descortezarse, des-entenderse. Los lobos esteparios hallan la armonía en una
desnudez esencial: “a nadie enorgullece esta armonía/ feroz del desamparo” (<Salida
de las oficinas, II>). Nos guardamos de los peligros y la banalidad del
mundo: “guárdate de la soledad/ en estos tiempos relumbrantes” (<Agosto>).
El mundo es una taza verde en cuyo borde ponemos nuestros labios. Esta taza
viaja con nosotros, nos invita a la destilación, a la humedad, al encuentro con
lo propio. Esa taza se rompe un día en nuestras manos, a nuestros pies. La vida
es un animal desabrido, pero la amamos. Sabe la boca a hundimiento y a
rotundidad exultante: “y no puedo decir/ que este sabor no sea
incertidumbre" (<La taza verde>).
Cambio climático. Pisamos la tierra
inequívoca del héroe que sale de la oficina, de la mujer que mira por el
balcón, de quien piensa las manos de sus mayores, del que hace cola en las
oficinas del paro, del que entrevé a Paul Celan en los ojos de su nieto, del
que bucea en la tormenta que amenaza con poner las cosas en orden, del que
espera al técnico informático que podría recuperar la red. La red de sueños. “Se ha secado la tierra/ pero más nuestros
huesos” (<Fiesta>). Con el polvo de estrellas que hemos sido, somos, seremos,
se escriben los poemas de Cristina Morano.
UN AÑO SIN LLOVER
Ciudad polvorienta…
Ramón Gaya
Sol siempre ha habido, pero ¿luz?
La luz se ha vuelto polvo;
no canta sobre el día
sino que apaga los cristales
y el brillo de los vértices,
se dobla sobre sí, pesada, torpe.
Todos los animales que pastaban
en las calles han ido ahogándose
de esta luz gris. También nosotros
miramos hacia arriba haciendo cuentas:
–¿Puedes ver algo? –Ni un insecto.
Invierno sin llover:
qué haremos sin tus frutos.
Cristina Morano y Andrés García Cerdán, en Zalacaín. |
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