martes, 1 de marzo de 2016

Anselmo Gómez y sus "Amores pusilánimes"


EL AMOR SEGÚN ANSELMO


“¿Dónde guardas un trozo de aroma, para mí? He apurado los últimos besos. El polvo de mi pecho es un bello monumento a tu recuerdo. Me comería hasta las piedras si tuviera la certeza de hallarte debajo.” (76)

Con esta contundencia nos habla Anselmo Gómez del amor, del cuerpo y el espíritu del amor en Amores pusilánimes (Premio Novela Erótica Villa de Gerena, Autores premiados, 2016). Parece haber recordado el significado latino de amor, más cercano a la sensualidad del deseo que a las efusiones de los sentimientos. Las cosas del amor –diría Jaime Gil de Biedma– son del alma, pero un cuerpo es el libro en que se leen. Necesaria, por tanto, la contundencia en el discurso, la volubilidad de las formas, el erotismo y la crema de las sensaciones descritas. Porque no creo que haya en el mundo nada más difícil que describir un cuerpo humano con palabras. Tal vez atreverse con el alma del hombre. Se resisten a entregarse al que escribe. Se resiste la carne, en su voluptuosidad y en su materia, a ser recogida en los signos baratos con que decimos las cosas. Tal vez, porque el cuerpo no es una cosa más, porque el cuerpo en sí ya es una comunicación, alada sin duda. También porque puede ser mucho más: un éxtasis, una fragilidad, una extensión del alma, un milagro, un pecado, una porción de infinito. La medida del universo, en fin. De esta dificultad y de este peligro fueron conscientes los artistas del Renacimiento, los mismos que situaron al Hombre en el centro del círculo y el cuadrado, como epifanía, como resurrección, como alcance sublime, como encuentro y origen de todas las cosas. Si Miguel Ángel o Leonardo se rompieron las crismas buscando esa humanidad en el mármol –“¿Por qué no hablas? Habla, perro.” le gritó Miguel Ángel Buonarrotti a su Moisés después de golpearlo con un martillo en la cabeza-, creo que más ardua es todavía la labor de quien pretenda esculpir en lenguaje el cuerpo de la mujer. La donna angelicata de Petrarca o Dante exigió la invención de un lenguaje nuevo, el del amor cortés sublimado, incendiado de metáforas y símbolos que rindieran la naturalidad del ser, aún no superado en la definición del amor y los bienes que lo acompañan. Ni siquiera Lope, en el famoso soneto, se atrevía a ceñirse a un solo lenguaje para cercar el cuerpo, la idea, y expresaba su confusión. Por todo ello, siempre me ha parecido imposible contar los deleites de la carne, las formas del espíritu para el amor. 


A la Metafísica del amor dedicó Arthur Schopenhauer uno de sus más conocidos ensayos. A la seducción, el Diario de un seductor, cerrando el círculo. No en vano, Jorge Luis Borges confesaba que era el amor “la única religión cuyo dios es falible”. Catulo, Khayyam, Dante Alighieri, Boccaccio, Shakespeare, el Marqués de Sade, Baudelaire o Apollinaire se esforzaron en esta lucha. Quizá el más alto ejemplo de la literatura que recoge los frutos del amor, entre lo frugal y lo etéreo, lo telúrico y lo celeste, sea el antiguo Cantar de los Cantares del Rey Salomón:

“Son racimos de dátiles tus pechos.
Subir quiero a la palmera,
a coger sus racimos.
Para mí los racimos de tus pechos,
y para mí el aliento de tu boca,
aroma de manzanas.”

Como un guerrero armado hasta los dientes, como un místico de la carne, como un tipo corriente que juega al amor, se nos presenta Anselmo Gómez en su novela Amores pusilánimes. A la física, a la mecánica del amor se entrega. Lo primero en que pensé al tener el libro en las manos fue el ambiente hopperiano de la ilustración de Pablo Alfaro. La soledad esencial, el voyeurismo, las pasiones recónditas. Me las prometí felices. Enseguida me rondó por la cabeza el hermosísimo Libro de los amores ridículos de Milan Kundera. No sé por qué acabé pensando en Roberto Bolaño, en sus  Llamadas perdidas y su vacío, su visceralidad, su rotura. Y en Henry Miller y los trópicos, animado quizá por la esperanza del erotismo underground del americano en las líneas de Anselmo. Y me acordé del Marqués de Sade y de una novelita erótica del cartagenero José María Alvarez en la que contaba las 82597 fotos que le había hecho a su amada desnuda, sobre la cama, desde todas las posturas, desde todos los ángulos. En realidad, esa sesión fotográfica es un acto de amor pleno, sensual y volitivo, epidérmico y luminoso, suicida y creador.

La mirada sensual, hedonista, lúdica, con que este narrador en primera persona, pero omnisciente, de Amores pusilánimes dirige y quiere dirigir la trama, ese otro cuerpo de la novela, nos entregarán una historia corriente, con personajes de la calle, iguales a nosotros mismos, con nuestras propias sospechas y nuestros miedos.

Anselmo ha dividido su historia en dos partes y en diferentes capítulos, que vienen a ser escalones en el proceso de instrucción o de educación y despertar a una sexualidad plena de Alejandra. Valiéndose de todos los medios imaginables (vecinas, exhibicionistas, amigas, ginecólogos fingidos, palizas en la calle) Horacio intenta incitar en la esposa la necesidad de plenitud y de gozo en las relaciones. La necesidad de abrirse a las fantasías. Al menos, eso es lo que el personaje cree. En cualquier caso, se ocupa con denuedo de una instrucción indirecta y bastante cercana a las cosas más comunes.
No insistiré en el argumento ni en más detalles temáticos. Diré que la narración progresa lentamente, quedándose en los detalles y los recovecos emocionales de esta construcción de una experiencia erótica, sexual, y que Anselmo maneja con certeza el lenguaje en la descripción de sensaciones, olores, incertidumbres, pasiones, inocencias y moralidades. En ocasiones, se deja llevar totalmente y con él nos vamos. Mi favorita es la descripción de la polla –el pene, dice Horacio- de un trabajador de forja. En otro sentido, recuerdo el fragmento sugestivo en el que describe a Claudia: “La piel de una camarera de pub huele a licor. A licor perfumado con vainilla, a licor a base de cortezas de naranjas. Si Alejandra recorriese la piel de Claudia con la lengua sentiría el sabor dulce y seco del anís, o el residuo de los toneles de roble donde envejece el coñac. En los pliegues de la piel de Claudia maceran las flores y las semillas. Entre sus piernas, seguramente, el orujo fermentado. En sus pechos, el delicado aroma de los calvados.” (60) En definitiva, descripciones que crean ambientes y espacios emocionales, figuraciones sensuales de una geografía erótica en construcción.
De otra parte, el argumento va dando lugar a diferentes digresiones, breves, diseminadas aquí y allá en el relato, sobre aspectos fundamentales de nuestra naturaleza, sobre el oficio de escribir, sobre el mundo interior, sobre las filosofías de andar por casa, como elementos que determinan la vida interior y el posicionamiento emocional de los personajes: “¿La belleza interior? Ni tan siquiera a los forenses anatómicos les he escuchado confirmar nada sobre la belleza interior.” (65); o  “Mi única crítica literaria siempre ha sido que existen libros con los que matar el tiempo y libros que emocionan, y que ambos son igual de válidos.” (100). Así, nos encontramos entre el libertinaje y el puritanismo, entre el aburrimiento mortal y la aventura, con la necesidad del cariño y las fantasías eróticas, con la sensación de que, como Horacio, no sabemos quién está a nuestro lado, hasta dónde llegan las palabras o los hechos, qué es sinceridad, qué el diálogo con el otro. Cuestiones que traducen brechas, arrebatos, encuentros y simas en nuestra convivencia o en nuestra entrega.
Para acabar, me quedaría con una reflexión hecha en los capítulos finales: “¿Qué es amar bien: amar ciegamente o amar racionalmente? No se puede querer a quien se conoce de verdad. Ni el amor existe ni el desamor.” En esta pregunta se celebra una especial ceremonia de la confusión: la inevitable hoguera de las pasiones humanas.
Tras la novela corta Blanca y la colección de relatos El sueño de las ballenas, en este Amores pusilánimes insiste Anselmo Gómez en ahondar los caminos de la narración, desde la frescura y la contundencia de una voz que toma prestadas sus sensibilidades a la poesía y que hace del lenguaje de otras artes (la filosofía, la pintura) un lenguaje propio.

Meteos ahora desnudos bajo estas sábanas de palabras, entregaos sin miedo a la lectura, amaos los unos a los otros, amad a bocajarro, simplemente amad.



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