EL ORDEN DE LOS SUEÑOS
DE JOSÉ CERVERA
Para una lectura de El pequeño corredor y otros cuentos
En el
redondo, en el vertiginoso girar de las ruedas de esta bicicleta de El pequeño corredor y otros cuentos (La fea
burguesía, 2015) de José Cervera se
esconden algunos de los grandes secretos de la literatura. De forma incesante orbitan los relatos en
torno a las ideas de conciencia, imaginación, justicia, verdad. Los signos
están en rotación, como quería Octavio Paz. La vida, también. Por su parte, la
literatura no es otra cosa sino esta pedalada que sostiene los cables sobre el
abismo en su pura aspiración a crear un mundo nuevo a cada vuelta de la rueda,
del otro lado.
El
lenguaje, la ficción: ese es el mundo al que pertenecemos. No hay tal vez otra
patria que esta del lenguaje, que esta de la creación. En el círculo ficcional
de las palabras, en su intento de ser algo y de ser algo más, el lector crece,
oscila hacia sus adentros, se reconforta en la imagen que de sí mismo encuentra
en la historia que está leyendo. Una y otra vez el mundo se ensancha y se
extiende en las palabras del escritor, que hace de su inclinación y su deseo una
verdad. Un momento sublime, un resplandor anima los fuegos posibles de la
creación: de la nada surge la idea y se acaba convirtiendo en un todo, redondo,
incesante, caleidoscópico. Escribir es fundamentalmente un acto heroico. Leer,
desentrañar, confundirse en el lenguaje del otro, también es un heroísmo.
Como esa
rueda que gira y gira sin cesar, para llegar más lejos, para mover el mundo y
movernos a nosotros con él, iniciamos nosotros la andadura por estos cuentos:
queremos alcanzar la cumbre e iniciar, vertiginoso, el descenso de nuevo. Hacia
la salida, hacia la llegada, hacia la línea que marca siempre el inicio de algo
diferente, algo grande, abierto.
En los
cuentos de José Cervera, publicados por primera vez en 1954, nos reconciliamos
con esa verdad que gira y no se detiene. En los cuentos de este pequeño libro
recogemos igualmente la mirada que no se detiene, sino que alcanza y vuelve a
alcanzar, una y otra vez, así infinitamente, el horizonte. Asistimos en ellos al
íntimo espectáculo de la ingenuidad, del dolor, de la imaginación infantil, de
la vergüenza, de la dignidad humana en estas narraciones. Asistimos también a
esa inmensa rebeldía que consiste en soñar. El orden de los signos es entonces,
en su rotación sin fin, el orden del único universo posible: los sueños.
Durante la presentación en Albacete, con Vicente Cervera |
Un
aspecto significativo de estos relatos, algo que los une, es la exploración de
la interioridad y la conciencia de los personajes. Son lugares comunes las
luchas entre ilusión/desencanto/verdad (El niño que quiso ser hombre), los
binomios bondad/maldad, inocencia/desconfianza, seguridad/ miedo (El hombre del
saco), alucinación/vigilia (El silencio del enfermo), imaginación
explosiva/realidad (La injusticia de un caballo), incomprensión/amor (El camino
de los otros). También es frecuente el enfrentamiento sueño/realidad,
felicidad/imposición moral, además de la crítica subyacente al momento
histórico: “Yo prefiero la realidad por dura que sea –dice descreído uno de los
personajes–. El soñar me parece indigno de la raza humana, sobre todo cuando
vivimos en momentos en los que no se puede, ni se debe soñar.” (El jardín de
los sueños, 97). En definitiva, apreciamos un movimiento de espíritu que hace
que los cuentos estén vivos siempre y que los personajes aparezcan perfilados
psicológicamente de una forma inquietante, viva. Así, escritor y personajes se
confunden en la sensibilidad: “El caballo caído –leemos en El veterano- le
dolía como algo de sí propio”. La inmersión en la sensibilidad, el mundo
interior, la perspectiva propia del personaje nos convierte en protagonistas
del relato o nos conduce a una empatía esencial. Destacaría, por ejemplo, la ilusión
narrativa y la emotividad dramática de El
Flauta, relato en el que dramatismo, tragedia y desdoblamiento y confusión
del personaje en el globo que se eleva se suceden con naturalidad.
A este
respecto, se puede decir que muchos de estos cuentos funcionan en torno a lo
que los críticos llaman “wendepunkt”, el momento determinante, en que todo
cobra un sentido decisivo, trascendente, y, en correspondencia, todo se
descabalga de los argumentos de la lógica o el realismo ingenuo. Algo más hay,
algo que va más allá. Se adivina a veces u n alegato social; otras, una lectura
existencial de ecos de Kafka o de Camus (El hombre del cuello torcido).
La
estructura del relato va casi siempre a la raíz del asunto, sin
entretenimientos, dado que nos hallamos ante una narración sustantiva. A veces,
resuena el eco de estructuras clásicas (El pequeño corredor sigue el ritmo
trepidante del cuento de la lechera o el “enxiemplo onceno” de El Conde
Lucanor). Podemos decir que en estas estructuras convencionales, instintivas
del relato, Cervera persigue una comunicación directa, inmersiva, con el
lector. Otras veces la estructura adopta las continuidades, las transiciones y
las rupturas del relato contemporáneo (El anarquista).
Por más
que no se caractericen estos cuentos por la abundancia de descripciones, las que
hay son muy acertadas. Así, El veterano, “este muchachote recio, de cara
terrosa”, al que parece “que la nostalgia del pueblo le ha volado ya de los
ojos. Ya no mira inquieto, acobardado, receloso. Pisa fuerte y echa el pecho
adelante al andar” (89). No en vano, los personajes y los ambientes en que
viven recuerdan a la mejor cuentística del medio siglo español: Ignacio
Aldecoa, Ana María Matute, Miguel Delibes, Rafael Sánchez Ferlosio, Medardo
Fraile, Carmen Laforet.
De alguna
forma, en El pequeño corredor y otros
cuentos, José Cervera ha puesto el dedo en las llagas de la “civilización”
y en la necesidad de buscar una vida auténtica, de verdad, que nos devuelva a
los orígenes. Esa autenticidad se encuentra en la naturaleza, en la honestidad
o en los sueños. El veterano es buen ejemplo de ello una vez más. Los personajes persiguen un orden de
felicidad, que los libre del desencanto, la vulgaridad, la barbarie o el
absurdo (El anarquista).
–¡Basta.
–dice el protagonista de Una tarde como otra cualquiera-. Sea la felicidad!
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