Rubén Darío y la ebrietas
1. Las ánforas poéticas
El ánfora
Yo tengo una bella ánfora,
llena de regio vino,
que para hacer mis cantos me da
fuerza y calor.
En ella encuentra sangre mi
corazón latino
para beber la vida, para latir
de amor.
Grabó en ella un artífice con
su buril divino,
junto a una niña virgen, a Baco
y su esplendor,
y a Pan, que enseña danzas, el
rostro purpurino,
a cabras y pastores, bajo un
citiso en flor.
El ánfora gallarda contiene la
alegría;
Dionisio su carquesio sobre
ella derramó;
el sátiro gallardo su aliento,
su armonía,
y Venus, una perla que en sus
cabellos vio.
El vino rojo tiene mi luz, mi
poesía:
quien lo hace, son los dioses,
y quien se embriaga, yo.
[San
Salvador, 1889][i]
En el ánfora que es este poema de Rubén Darío cabe
un universo de universos: la luz, el vino, la poesía, los dioses, la
embriaguez, el poeta. De este modo puede ser un poema una totalidad, un aleph, y entrañar los rumbos ulteriores
de una obra poética inmensa como la del poeta nicaragüense. No es casual que
tan pronto en su vida, apenas 1889, el poeta escribiera este soneto, “El
ánfora”, y que en él rindiera tributo a sus altas preocupaciones estéticas y
vitales: la belleza, la ebriedad, la alegría, el mito, la divina sensualidad.
El poema será el ánfora soñada: hermosa en las formas, hija de la tierra,
recipiente del vino del espíritu, navegación en los mitos, voluptuosa urna
lírica, ebriedad.
La palabra latina ebrietas
se traduce en español como ebriedad o embriaguez, indistintamente, con tres
acepciones: las dos primeras referidas a la perturbación o la intoxicación por
ingesta excesiva de alcohol u otras sustancias; la tercera, abierta al ámbito
de la exaltación y la enajenación del ánimo. Desde la ebriedad es posible la
enajenación, la visión de la realidad desde otra óptica, la conversión en el
otro que también somos rimbaudianamente. La exaltación favorece la celebración
de la vida y la naturaleza y también, por supuesto, de la palabra poética. Así,
en estas notas fugaces me acercaré a la idea de ebrietas en Rubén Darío desde tres dimensiones:
a)
la
ebrietas del lenguaje: la desmesura y
la extravagancia, el exceso y el culturalismo desbordante del Modernismo, como
respuesta a un panorama poético asolado y desolador;
b)
la
ebrietas de la inspiración, como
venero poético, según las varias tradiciones de las que el propio Darío bebe:
el orfismo, el paganismo clásico, el simbolismo, lo irracional, el
existencialismo;
c)
la
ebrietas temática del mundo dionisíaco,
báquico, que es asunto y arquitectura del poema.
Con
frecuencia, al hablar de la poesía de Juan Ramón Jimérnez se habla de un triple
impulso: la sed de belleza, el ansia de conocimiento y el anhelo de eternidad.
Esta doble tríada, sed-ansia-anhelo y belleza-conocimiento-eternidad, se halla
igualmente en Darío. En él, como en Juan Ramón, Lugones, los Machado o Unamuno,
se efectuará desde finales el siglo XIX esa larga disquisición entre la razón y
la pasión, entre la verdad y la belleza, que oscilará como una llama hacia la
ruptura del lenguaje, hacia la belleza o hacia el conocimiento. En todos estos
poetas encontramos una parecida “crisis”, que se substancia en la
reconsideración de los valores que habían alumbrado el siglo XIX y que habrán
de arder hasta los cimientos, entrado el siglo XX, en la obra de César Vallejo,
Pablo Neruda, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Octavio Paz o Jorge Luis
Borges.
2.
La ebriedad del lenguaje
La de Rubén Darío es una palabra ebria, en expansión a todos
los niveles, enajenada hermosamente, exaltada, en tanto asume todas las
exaltaciones lingüísticas, culturales y emocionales posibles. El poeta es
“águila, y es alondra, y es león”[ii]. En él
reverdece la lengua poética hispánica con arrogancia y desmesura. Desde su lenguaje,
encendido de músicas, sugerencias y alusiones, Darío reconquista la poesía y la
vida que hay más allá de una normalidad asfixiante. Desde un primer momento
quiere llevar a su máxima expresión el lenguaje de la poesía y para ello se
vale de todos los medios a su alcance en la sintaxis, el léxico, la morfología,
la rima, la versificación, las sugerencias rítmicas y modales o la entonación.
También en lo que el lector espera, provocándole una catarata emocional interior,
envolviéndolo en el velo de la reina Mab.
Están
en la memoria de todos algunos de sus versos, que son la exuberancia y la
ebriedad total de las formas: “Ínclitas
razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda, / espíritus fraternos, luminosas
almas, ¡salve!”
(“Salutación del optimista”); “Padre y maestro mágico, liróforo celeste”
(“Responso a Verlaine”), “¡Oh quién fuera hipsipila que dejó la crisálida!” (“Sonatina”),
“¡Syrinx, divina Syrinx! Buscar quiero la leve / caña que corresponda a tus
labios esquivos” (“Syrinx”), etc. El
derroche, la disipación y la profusión de lo poético se extiende a poemas como “Helios”,
“Marcha triunfal”, “Cleopompo y Heliodemo” (Cantos
de vida y esperanza); “Sonatina”, “Bouquet”,
“Coloquio de los centauros”, “Epitalamio bárbaro” o aquel famosísimo “Responso
a Paul Verlaine” (Prosas profanas).
Con
excesiva e injustificada frecuencia se identifica la estética modernista apenas
con cierta parafernalia decorativa, exterior, suntuosa, exuberante, con los “ropajes”
de un estilismo art déco, con una
cáscara deslumbrante pero casi vacía, desde una posición insuficiente, críticamente
mojigata y muy superficial para la buena poesía. No parece entenderse que gran
parte de la razón de ser del poema exaltado de Rubén es esa afectación del lenguaje y de las formas,
en realidad un distanciamiento orgulloso de las maneras comunes, vulgares de su
tiempo, y una provocación al crítico y al lector, pobres en su comprensión de
lo que es poesía, lo que se traduciría en lecturas decorativas, pobres y
superficiales, más atentas al esnobismo o a las rarezas que a la esencia. El
glamour de Darío no es una opción: es un fin en sí mismo. Usar en un poema
hipsipila, ínclito, buril, caléndula, carquesio o Syrinx deviene una cuestión
fundamentalmente ética: el poema es un ser sagrado, lejos de la mediocridad y
del consumo masivo, burgués, y un acontecimiento único, irrepetible y
exclusivo. La exclusividad y la no facilidad elevan el poema a los ámbitos de
la élite existencial y trasuntan un gran esfuerzo por convertir la lengua en
algo más que uso o información, y al hombre en algo más que costumbre o
mercancía.
El
modernismo consagra una nueva estética, que es lectura existencial de una vibrante
concepción del mundo y del hombre. Cada palabra del poema de Darío es, por lo
tanto, una gota de sangre de Berceo o de Victor Hugo, de Caupolicán o de
Dioniso, una revelación y una ebriedad. Finalmente, diríamos que las formas pueden
ser las ideas, que el escenario puede ser el único argumento de la obra, que la
arquitectura es el contenido y que una búsqueda real y profunda arroja las verdades
de una sensibilidad nada superficial ni banal. Como en Luis de Góngora, por
ejemplo.
3. Don de la ebriedad
“Lo
esencial en la ebriedad es el sentimiento de fuerza intensificada y de plenitud
en que nos experimentamos a nosotros mismos y a las cosas.” Esto había dicho Friedrich Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos[iii],
abundando en la “sensación” como forma esencial de conocerse y de conocer la
realidad. Esta ebriedad y esta intensidad de la fuerza impolicarían ir más allá
de uno mismo. Así mismo, Darío asume la condición de “ebriedad” no tanto como
un estado etílico sino como un don, una intensificación existencial y una vía
de autoconocimiento, más allá de la “pesadumbre de la vida consciente” (“Lo
fatal”).
Entroncada con el ir
más allá de sí mismo y también con el dejarse
ir hacia sí mismo y desde sí
mismo del místico y el iluminado, la ebrietas
en Rubén Darío entraña una suerte de epicureísmo cognoscitivo, de danza del
conocimiento y posesión de la realidad. En este sentido son absolutamente
reveladoras “Las ánforas de Epicuro”, de Prosas
profanas y otros poemas. El impulso lírico prefigura una ontología estética
que apunta a un “ser desde la belleza” y a un “conocer desde el placer”. La ebriedad será
simultáneamente órfica, dionisíaca, prometeica, fuente de descubrimiento del
canto, el placer y el fuego, y superación máxima de la banalidad moral y las
mediocridades vitales. Así, el poeta, esa “torre de Dios”, entona a lo más alto
su alto canto de celebración de la existencia, en su eminencia y en su
profundidad, hacia la plenitud. En su palabra testimoniamos el placer, la
sensualidad y un paganismo fulgurante. El poema es el altar y el erotismo sin
fueros, una ebria conquista cognoscitiva del hombre.
En cualquier caso, esta ebriedad tiene que ver con la liturgia,
con lo mistérico, con la fiebre, con la iluminación, con el alumbramiento, con
la mágica falencia o la intersticialidad cortazariana. Así, en “Canto de la
sangre”, la ebriedad es sagrada, religiosa:
Sangre del Cristo. El órgano
sonoro.
La viña celeste da el celeste vino;
y en el labio sacro del cáliz de oro
las almas se abrevan del vino divino[iv].
La viña celeste da el celeste vino;
y en el labio sacro del cáliz de oro
las almas se abrevan del vino divino[iv].
Y, por
supuesto, Rubén nos alecciona acerca de lo sagrado del placer:
Del ánfora en que está el
viejo
Para no sentir la carga horrible del Tiempo, que os rompe los
hombros y os inclina hacia el suelo, tenéis que embriagaros sin tregua. Pero
¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, de lo que queráis. Pero embriagaos[vi].
En la misma dirección apuntaba Thomas de Quincey en sus Memorias de un comedor de opio. La
ebriedad abre las puertas del abismo y del goce y del mundo interior y del
mismo infierno.
Lo tomé y en
una hora, ¡santo cielo, qué revulsión! ¡Qué apocalipsis de mi mundo interior!
¡Qué abismo se había abierto ante mí: un abismo de divinos goces repentinamente
revelados![vii]
No muy lejos de allí, Arthur Rimbaud avisaba
en la Carta del vidente, apurando
hasta la hez todos los venenos:
hay que ser vidente, hacerse vidente. El poeta se hace vidente por un
largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. […] se convierte
entre todos en el enfermo grave, el gran criminal, el gran maldito, — ¡y el
supremo Sabio! — ¡Porque alcanza lo desconocido![viii]
Embriaguez, videncia, revulsión, desarreglo y conocimiento. La
ebriedad es el paso a una sabiduría suprema, divina. La poesía es y será, desde
entonces, desarreglo y quintaesencia y destilación de todos los venenos y todas
las pasiones. Nada más propicio a la poética dariana.
En la estela narcótica, exaltada, encontramos al Valle-Inclán
de La pipa de kif, a Manuel Machado
en “Alcohol” o a Francisco Villaespesa con “Ensueño de opio”. Y enseguidal de
forma más decisiva y samurái, a los expresionistas, los dadás, los surreales.
Se trata de una rendición de honores a lo estupefaciente, a su libertad nebulosa
o cristalina de paraíso artificial, como forma de huir de la realidad, que es
siempre vulgar y dañina, o de volver a construirla por contraste, y como
búsqueda de una estética nueva acorde a una espiritualidad nueva. Lo había
dicho Juan Ramón Jiménez en conversaciones con Ricardo Gullón: el modernismo
era una profunda crisis de la espiritualidad, una revolución que se habría
iniciado hacia mediados del siglo XIX en Alemania[ix].
El
modernismo debe ser algo más que una escuela o una tendencia. Así lo entienden
Gullón o Juan Ramón Jiménez. De esta misma forma Miguel de Unamuno o Antonio
Machado entienden el modernismo como una pulsión imparable, irreprimible, que
hay que pulir y reconducir con inteligencia hacia la inteligencia.
Así
pues, el Modernismo rubendariano no puede entenderse solo desde los anteojos
superficiales y fáciles de lo fácil, lo extravagante, lo exuberante, lo exótico
o lo evasivo. Sin dejar de ser cierto –como es evidente– que en ocasiones se
tiende a una literatura aparencial, sensitiva, sentimental, no es menos cierto
que se debe buscar una gran intuición cognoscitiva, esencial, que procura el
conocimiento de la realidad. El poeta modernista no será ajeno a la inquisición
metafísica. Pensemos, por ejemplo, en la última poesía de Rubén o en “Lo
fatal”.
Lo
que defendemos aquí es la conciencia de esa “superficialidad” como arma que se
arroja a las normalidades y las vulgaridades de la realidad contemporánea para
resquebrajarla e investigarla en sus símbolos y en el significado de su
sinfonía profunda. El conocido fragmento del prólogo de Prosas profanas y otros poemas se debe entender como fundamento y
exégesis de sus actitudes éticas y estéticas:
mas he aquí que veréis
en mis versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos o
imposibles: ¡qué queréis!, yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer;
y a un presidente de República, no podré saludarle en el idioma en que te
cantaría a ti, ¡oh Halagabal!, de cuya corte —oro, seda, mármol— me acuerdo en
sueños... [x]
Rubén
Darío busca en sus poemas nuevos ritmos, nuevas cadencias, nuevas resonancias,
nuevos universos, un nuevo glamour, y
lo hace con ese íntimo convencimiento de que una poderosa fuerza subterránea
alimenta las formas del espíritu. Un ejemplo de ello es “Ama tu ritmo”:
Ama tu ritmo y ritma tus
acciones
bajo su ley, así como tus versos;
eres un universo de universos
y tu alma una fuente de canciones.
bajo su ley, así como tus versos;
eres un universo de universos
y tu alma una fuente de canciones.
La celeste unidad que
presupones
hará brotar en ti mundos diversos,
y al resonar tus números dispersos
pitagoriza en tus constelaciones.
hará brotar en ti mundos diversos,
y al resonar tus números dispersos
pitagoriza en tus constelaciones.
Escucha la retórica divina
del pájaro del aire y la nocturna
irradiación geométrica adivina;
del pájaro del aire y la nocturna
irradiación geométrica adivina;
mata la indiferencia
taciturna
y engarza perla y perla cristalina
en donde la verdad vuelca su urna[xi].
y engarza perla y perla cristalina
en donde la verdad vuelca su urna[xi].
Sé tú mismo. Sé tu ritmo,
tu ebriedad, tu desorden, tu dispèrsión. El dandismo, el decadentismo, el
torremarfilismo son formas de la bizarría baudelaireana, y esa “irregularidad”
ha de ser leída también como manifestación de la ebrietas. El desorden del que beben la vida, la belleza y los
signos inaugura un orden nuevo, un orden solar, de constelaciones. Desde la
ebriedad a una armonía trascendente: esta es la dirección poética de Rubén
Darío.
Ya
Charles Baudelaire era consciente de esta intimidad con que la belleza y la
ebriedad se convocan. También
en la Belleza anida la ebriedad, la exaltación irracional. Así, en el “Himno a la Belleza” de Las flores del mal se puede preguntar:
¿Vienes del cielo profundo o surges
del abismo,
oh, Belleza? Tu mirada, infernal y divina,
vierte confusamente el favor y el crimen,
y se puede, por esto, compararte al vino[xii].
oh, Belleza? Tu mirada, infernal y divina,
vierte confusamente el favor y el crimen,
y se puede, por esto, compararte al vino[xii].
También
lo canta Rimbaud, en un verso que es un resto, un fragmento, sin contexto y sin
más mérito que ser terrible.
Ebrio, el poeta injuria, gritando, al Universo [xiii].
El
Universo que aparece en este verso no admite –en principio– una lectura
metafísica, ni filosófica. Es en realidad uno de los cafés de Charleville,
adonde el poeta se acercaba con frecuencia. Interesan, sin embargo, varios
conceptos recogidos en él: la ebriedad, la injuria, el poeta que grita contra
el café o contra el universo. De esta mínima expresión poética se deduce una
idea de lo que habrá de ser la poesía modernista. De Baudelaire parte esa vía
poética que se bifurca en las obras de Mallarmé y Rimbaud, hacia el lenguaje y
hacia la vida respectivamente, en formas de indagación del ser. Rubén Darío es
en cierto sentido lugar poético en que confluyen estas aspiraciones, desde la
ebriedad.
Esto así, en Rubén Darío, la ebrietas no será en ningún caso un estado, sino un don. Como en
Claudio Rodríguez, el don de la luz, la claridad y la videncia.
Ninfas, danzad. El alisio
besa vuestros pies.
El virtual don de Dionisio
con vosotras es.[xiv]
Así nos lo dice en la “Danza elefantina” de El canto errante. No es un estado la ebrietas, sino un don. La poesía de Rubén Darío es
la danza a que nos invitan el lenguaje de lo sensual y el conocimiento que de
él se deriva, la consumación de “el divino poder / de cantar”[xv].
La canción, el poema, el canto son un poder otorgado por los
dioses. Por boca del poeta, como en Platón, hablan los dioses de las alturas,
del más allá, de dentro. Por boca del poeta se manifiesta Dionisio, se
pronuncia Apolo. En el poeta hay un asombro, un arrobamiento, un éxtasis, un
rapto. Desde la ebriedad, desde la inconsciencia, desde la palabra que es algo
más que su palabra, el poeta canta:
Mi dulce musa Delicia
Me trajo un ánfora griega
Cincelada en alabastro,
De vino de Naxos llena;
Y una hermosa copa de oro,
La base henchida de perlas,
Para que bebiese el vino
Que es propicio a los poetas[xvi].
El
vino será propicio al poeta porque ilumina, revela, invita al baile de la
realidad y el conocimiento. Hay en la obra del poeta nicaragüense una especial
imantación entre lo apolíneo (razón, elegancia, armonía) y lo dionisíaco
(pasión, mito, carne) como ofrenda de lo espiritual y lo carnal en aras del
conocimiento humano. El Nosce te ipsum
clásico se ejerce en sus palabras desde los ámbitos de la belleza y la
ebriedad. La raíz de sus poemas se clava una y otra vez en los reinos de lo dionisíaco,
en la pulsión vital, en el erotismo mortal, en la necesidad de desenfreno y
éxtasis ante el dolor y la belleza del mundo.
Lírica procesión al viento esparce
los cánticos rituales de Dioniso,
el evohé de las triunfales fiestas,
la algazara que enciende con su risa
la impúber tropa de saltantes niños,
y el vivo son de músicas sonoras
que anima el coro de bacantes ebrias.
En el concurso báquico el primero,
regando rosas y tejiendo danzas,
garrido infante, de Eros por hermoso
émulo y par, risueño aparecía.
Y de él en pos las ménades ardientes,
al aire el busto en que su pompa erigen
pomas ebúrneas; en la mano el sistro,
y las curvas caderas mal veladas
por las flotantes, desceñidas ropas,
alzaban sus cabezas que en consorcio
circundaban la flor de Citerea
y el pámpano fragante de las viñas.
Aún me parece que mis ojos tornan
al cuadro lleno de color y fuerza (…) [xvii].
El
orden formal, praxitelino, de cierta parte de su poesía, la resonancia exótica
de los inicios, la hiperestesia formalista, el cosmopolitismo arrogante y
frívolo de ciertas composiciones sientan las bases de una poesía que se
convertirá con el tiempo en expresión de un alto designio existencial e
inquisición en la naturaleza del ser.
El ánfora
funesta del divino veneno
que ha de
hacer por la vida la tortura interior,
la
conciencia espantable de nuestro humano cieno
y el horror
de sentirse pasajero, el horror
de ir a
tienrtas, en intermitentes espantos,
hacia lo
inevitable, desconocido, y la
pesadilla
brutal de este dormir de llantos
¡de la cual
no hay más que Ella que nos despertará! [xviii]
Como
en Juan Ramón, en Unamuno y en Machado hay una depuración no solo estilística,
sino que alcanza a la pulcritud de la idea y a la desnudez abundante del
conocimiento. En Rubén como en Juan Ramón se puede observar ese movimiento
decisivo entre las dimensiones sensitiva e intelectiva de la creación, hacia la
totalidad.
Danzan las ninfas al son de la lira, dueñas
del don de Dionisio, dios del vino y del desenfreno, liberación, crítica,
hedonismo, locura que es rito y éxtasis.
4.
Ebriedad del dolor
La
ebrietas, concebida platónicamente
como entusiasmo, inspiración o éxtasis, es origen y destino en el caudal
poético rubendariano. En nuestra intervención hemos intentado describir el
sentido que adquiere en la obra del poeta nicaragüense como revolución del
lenguaje, como pulsión sensual y como origen de la palabra poética, desde los
iniciales Epístolas y poemas (1885) a
los grandes libros (Azul…, Prosas profanas y otros poemas, Cantos de vida y esperanza, El canto errante) o los poemas
dispersos.
Como
piedra de toque y epicentro en que confluyen los simbolismos, la marea
romántica y las aperturas modernistas y, en cierto sentido, algunas
experiencias de vanguardia, en Rubén Darío está todo. A la busca de una claridad
incendiada de matices divinos y muy humanos, la mirada del poeta se declara
hija de la iluminación, que referirá los rumbos posibles de la ebrietas que reúne bajo su manto de
estrellas a Arthur Rimbaud y Pere Gimferrer, a Paul Verlaine y Claudio Rodríguez,
a Gerard de Nerval y Antonio Martínez Sarrión.
Casi en este mismo sentido esencial, litúrgico, lisérgico, se
preserva la noción de ebrietas desde
la antigua Grecia, tan cara a Darío. En su mitología la ebriedad se
personificaba en diferentes figuras: Sileno, Dioniso, las ménades, las
bacantes, las ninfas… Era Sileno un sátiro raro, gordo y viejo, dios menor de
la embriaguez y, cuando estaba ebrio, poseía una sabiduría especial y el don de
la profecía. Así, el rey frigio Midas aprendió de él que lo mejor para un hombre era no nacer o, si tenía la
desgracia de nacer, al menos morir lo más pronto posible. Esta misma sabiduría
pesimista encontramos en el Rubén Darío meditativo del “Nocturno” de Cantos de vida y esperanza o en el
conocido “Lo fatal”:
pues no hay mayor dolor que el dolor de ser
vivo
ni mayor pesadumbre que la vida consciente[1].
A esta misma raíz dionisíaca pertenece el hecho de que a
Sileno se le atribuyan la invención de la flauta o el origen de la danza
silena. Suena una música ebria en todo esto y es una música que se puede
rastrear en una de las obras poéticas más determinantes del siglo XX. El ánfora sigue llena de
vino. Dionisio derrama sobre nosotros su carquesio.
BIBLIOGRAFÍA:
· AZAM, Gilbert. file:///D:/Mis%20documentos/Downloads/del-modernismo-al-postmodernismo-con-juan-ramn-jimnez-0.pdf
·
BAUDELAIRE, Charles. Las
flores del mal
· DARÍO, Rubén. 1967. Poesías completas. Edición de Antonio
Oliver Belmás. Madrid: Aguilar
·
DARÍO, Rubén (2016). Del
símbolo a la realidad. Obra selecta. Edición conmemorativa. Real Academia
Española. Asociación de Academias de la lengua española. Barcelona: RAE
· DE QUINCEY, Thomas. Confesiones
de un comedor de opio. Alianza.
· RIMBAUD, Arthur. A. Rimbaud, Iluminaciones y Cartas
del vidente (Ed. bilingüe, Juan Abeleira), Hiperión, Madrid, 1995
[i] DARÍO, Rubén.
1967. Poesías completas. “Selección
de textos dispersos”, pág. 435.
[ii] DARÍO, Rubén.
“Víctor Hugo y la tumba”, 59-60, de Epístolas
y poemas
[iii] En VIDAL CALATAYUD, José. Nietzsche contra
Heidegger. Ontología estética.: Hilos de Ariadna
I. 2008. pág. 214
[iv] DARÍO, Rubén.,
“Canto de la sangre”, Prosas profanas y otros poemas
[v] DARÍO, Rubén. Prosas profanas y otros poemas, “Otro
decir”.
[vi] BAUDELAIRE,
Charles. Obra poética completa,
Edición bilingüe de Enrique López Castellón. Akal. Vía Láctea, 2003. Pág. 467
[vii] DE QUINCEY,
Thomas. Confesiones de un comedor de opio.
Alianza.
[viii] RIMBAUD,
Arthur. Iluminaciones y Cartas del vidente (Ed.bilingüe,
Juan Abeleira), Hiperión, Madrid, 1995, pág. 56
[ix] AZAM, Gilbert.
file:///D:/Mis%20documentos/Downloads/del-modernismo-al-postmodernismo-con-juan-ramn-jimnez-0.pdf
[x] DARÍO, Rubén. Prosas profanas y otros poemas.
[xi] DARÍO, Rubén.
op. cit. “Las ánforas de Epicuro”,
[xiii] RIMBAUD,
Arthur. Poesías completas,
Libroidot.com, pág. 172
[xiv] DARÍO, Rubén. El canto errante, “Danza elefantina”.
[xv] DARÍO, Rubén.
“Lírica”, pág. 359-360
[xvi] DARÍO, Rubén, Azul…, “Primaveral”, 159-160.
[xvii] DARÍO, Rubén,
“Recreaciones arqueológicas”, I, Friso, 221
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