lunes, 30 de octubre de 2017

RUBÉN DARÍO Y LA "EBRIETAS"


Rubén Darío y la ebrietas




1.     Las ánforas poéticas


El ánfora

Yo tengo una bella ánfora, llena de regio vino,
que para hacer mis cantos me da fuerza y calor.
En ella encuentra sangre mi corazón latino
para beber la vida, para latir de amor.

Grabó en ella un artífice con su buril divino,
junto a una niña virgen, a Baco y su esplendor,
y a Pan, que enseña danzas, el rostro purpurino,
a cabras y pastores, bajo un citiso en flor.


El ánfora gallarda contiene la alegría;
Dionisio su carquesio sobre ella derramó;
el sátiro gallardo su aliento, su armonía,

y Venus, una perla que en sus cabellos vio.
El vino rojo tiene mi luz, mi poesía:
quien lo hace, son los dioses, y quien se embriaga, yo.

[San Salvador, 1889][i]


En el ánfora que es este poema de Rubén Darío cabe un universo de universos: la luz, el vino, la poesía, los dioses, la embriaguez, el poeta. De este modo puede ser un poema una totalidad, un aleph, y entrañar los rumbos ulteriores de una obra poética inmensa como la del poeta nicaragüense. No es casual que tan pronto en su vida, apenas 1889, el poeta escribiera este soneto, “El ánfora”, y que en él rindiera tributo a sus altas preocupaciones estéticas y vitales: la belleza, la ebriedad, la alegría, el mito, la divina sensualidad. El poema será el ánfora soñada: hermosa en las formas, hija de la tierra, recipiente del vino del espíritu, navegación en los mitos, voluptuosa urna lírica, ebriedad.

La palabra latina ebrietas se traduce en español como ebriedad o embriaguez, indistintamente, con tres acepciones: las dos primeras referidas a la perturbación o la intoxicación por ingesta excesiva de alcohol u otras sustancias; la tercera, abierta al ámbito de la exaltación y la enajenación del ánimo. Desde la ebriedad es posible la enajenación, la visión de la realidad desde otra óptica, la conversión en el otro que también somos rimbaudianamente. La exaltación favorece la celebración de la vida y la naturaleza y también, por supuesto, de la palabra poética. Así, en estas notas fugaces me acercaré a la idea de ebrietas en Rubén Darío desde tres dimensiones:

a)     la ebrietas del lenguaje: la desmesura y la extravagancia, el exceso y el culturalismo desbordante del Modernismo, como respuesta a un panorama poético asolado y desolador;
b)    la ebrietas de la inspiración, como venero poético, según las varias tradiciones de las que el propio Darío bebe: el orfismo, el paganismo clásico, el simbolismo, lo irracional, el existencialismo;
c)     la ebrietas temática del mundo dionisíaco, báquico, que es asunto y arquitectura del poema.

Con frecuencia, al hablar de la poesía de Juan Ramón Jimérnez se habla de un triple impulso: la sed de belleza, el ansia de conocimiento y el anhelo de eternidad. Esta doble tríada, sed-ansia-anhelo y belleza-conocimiento-eternidad, se halla igualmente en Darío. En él, como en Juan Ramón, Lugones, los Machado o Unamuno, se efectuará desde finales el siglo XIX esa larga disquisición entre la razón y la pasión, entre la verdad y la belleza, que oscilará como una llama hacia la ruptura del lenguaje, hacia la belleza o hacia el conocimiento. En todos estos poetas encontramos una parecida “crisis”, que se substancia en la reconsideración de los valores que habían alumbrado el siglo XIX y que habrán de arder hasta los cimientos, entrado el siglo XX, en la obra de César Vallejo, Pablo Neruda, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Octavio Paz o Jorge Luis Borges.

2.     La ebriedad del lenguaje

La de Rubén Darío es una palabra ebria, en expansión a todos los niveles, enajenada hermosamente, exaltada, en tanto asume todas las exaltaciones lingüísticas, culturales y emocionales posibles. El poeta es “águila, y es alondra, y es león”[ii]. En él reverdece la lengua poética hispánica con arrogancia y desmesura. Desde su lenguaje, encendido de músicas, sugerencias y alusiones, Darío reconquista la poesía y la vida que hay más allá de una normalidad asfixiante. Desde un primer momento quiere llevar a su máxima expresión el lenguaje de la poesía y para ello se vale de todos los medios a su alcance en la sintaxis, el léxico, la morfología, la rima, la versificación, las sugerencias rítmicas y modales o la entonación. También en lo que el lector espera, provocándole una catarata emocional interior, envolviéndolo en el velo de la reina Mab.

Están en la memoria de todos algunos de sus versos, que son la exuberancia y la ebriedad total de las formas: “Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda, / espíritus fraternos, luminosas almas, ¡salve!” (“Salutación del optimista”); “Padre y maestro mágico, liróforo celeste” (“Responso a Verlaine”), “¡Oh quién fuera hipsipila que dejó la crisálida!” (“Sonatina”), “¡Syrinx, divina Syrinx! Buscar quiero la leve / caña que corresponda a tus labios esquivos” (“Syrinx”), etc.  El derroche, la disipación y la profusión de lo poético se extiende a poemas como “Helios”, “Marcha triunfal”, “Cleopompo y Heliodemo” (Cantos de vida y esperanza); “Sonatina”, “Bouquet”, “Coloquio de los centauros”, “Epitalamio bárbaro” o aquel famosísimo “Responso a Paul Verlaine” (Prosas profanas).
Con excesiva e injustificada frecuencia se identifica la estética modernista apenas con cierta parafernalia decorativa, exterior, suntuosa, exuberante, con los “ropajes” de un estilismo art déco, con una cáscara deslumbrante pero casi vacía, desde una posición insuficiente, críticamente mojigata y muy superficial para la buena poesía. No parece entenderse que gran parte de la razón de ser del poema exaltado de Rubén es esa afectación del lenguaje y de las formas, en realidad un distanciamiento orgulloso de las maneras comunes, vulgares de su tiempo, y una provocación al crítico y al lector, pobres en su comprensión de lo que es poesía, lo que se traduciría en lecturas decorativas, pobres y superficiales, más atentas al esnobismo o a las rarezas que a la esencia. El glamour de Darío no es una opción: es un fin en sí mismo. Usar en un poema hipsipila, ínclito, buril, caléndula, carquesio o Syrinx deviene una cuestión fundamentalmente ética: el poema es un ser sagrado, lejos de la mediocridad y del consumo masivo, burgués, y un acontecimiento único, irrepetible y exclusivo. La exclusividad y la no facilidad elevan el poema a los ámbitos de la élite existencial y trasuntan un gran esfuerzo por convertir la lengua en algo más que uso o información, y al hombre en algo más que costumbre o mercancía.

El modernismo consagra una nueva estética, que es lectura existencial de una vibrante concepción del mundo y del hombre. Cada palabra del poema de Darío es, por lo tanto, una gota de sangre de Berceo o de Victor Hugo, de Caupolicán o de Dioniso, una revelación y una ebriedad. Finalmente, diríamos que las formas pueden ser las ideas, que el escenario puede ser el único argumento de la obra, que la arquitectura es el contenido y que una búsqueda real y profunda arroja las verdades de una sensibilidad nada superficial ni banal. Como en Luis de Góngora, por ejemplo.

3.     Don de la ebriedad

“Lo esencial en la ebriedad es el sentimiento de fuerza intensificada y de plenitud en que nos experimentamos a nosotros mismos y a las cosas.” Esto había dicho Friedrich Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos[iii], abundando en la “sensación” como forma esencial de conocerse y de conocer la realidad. Esta ebriedad y esta intensidad de la fuerza impolicarían ir más allá de uno mismo. Así mismo, Darío asume la condición de “ebriedad” no tanto como un estado etílico sino como un don, una intensificación existencial y una vía de autoconocimiento, más allá de la “pesadumbre de la vida consciente” (“Lo fatal”).
Entroncada con el ir más allá de sí mismo y también con el dejarse ir hacia sí mismo y desde sí mismo del místico y el iluminado, la ebrietas en Rubén Darío entraña una suerte de epicureísmo cognoscitivo, de danza del conocimiento y posesión de la realidad. En este sentido son absolutamente reveladoras “Las ánforas de Epicuro”, de Prosas profanas y otros poemas. El impulso lírico prefigura una ontología estética que apunta a un “ser desde la belleza” y a un “conocer desde el placer”. La ebriedad será simultáneamente órfica, dionisíaca, prometeica, fuente de descubrimiento del canto, el placer y el fuego, y superación máxima de la banalidad moral y las mediocridades vitales. Así, el poeta, esa “torre de Dios”, entona a lo más alto su alto canto de celebración de la existencia, en su eminencia y en su profundidad, hacia la plenitud. En su palabra testimoniamos el placer, la sensualidad y un paganismo fulgurante. El poema es el altar y el erotismo sin fueros, una ebria conquista cognoscitiva del hombre.
En cualquier caso, esta ebriedad tiene que ver con la liturgia, con lo mistérico, con la fiebre, con la iluminación, con el alumbramiento, con la mágica falencia o la intersticialidad cortazariana. Así, en “Canto de la sangre”, la ebriedad es sagrada, religiosa:

Sangre del Cristo. El órgano sonoro.
La viña celeste da el celeste vino;
y en el labio sacro del cáliz de oro
las almas se abrevan del vino divino[iv].

Y, por supuesto, Rubén nos alecciona acerca de lo sagrado del placer:

Del ánfora en que está el viejo
vino anacreóntico bebe [v].


Además, como avanzábamos antes, Darío entiende la ebrietas como un don e incide en todos sus libros en una tradición poética simbolista, irracionalista, en la que la ebriedad es espacio recurrente. Se puede decir que la senda de la embriaguez poética moderna se abre con Edgar Allan Poe o con Charles Baudelaire. Un buen ejemplo sería el pequeño poema en prosa “Embriagaos”, de El spleen de París, del poeta francés.

Para no sentir la carga horrible del Tiempo, que os rompe los hombros y os inclina hacia el suelo, tenéis que embriagaros sin tregua. Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, de lo que queráis. Pero embriagaos[vi].

En la misma dirección apuntaba Thomas de Quincey en sus Memorias de un comedor de opio. La ebriedad abre las puertas del abismo y del goce y del mundo interior y del mismo infierno.

Lo tomé y en una hora, ¡santo cielo, qué revulsión! ¡Qué apocalipsis de mi mundo interior! ¡Qué abismo se había abierto ante mí: un abismo de divinos goces repentinamente revelados![vii]

No muy lejos de allí, Arthur Rimbaud avisaba en la Carta del vidente, apurando hasta la hez todos los venenos:

hay que ser vidente, hacerse vidente. El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. […] se convierte entre todos en el enfermo grave, el gran criminal, el gran maldito, — ¡y el supremo Sabio! — ¡Porque alcanza lo desconocido![viii]

Embriaguez, videncia, revulsión, desarreglo y conocimiento. La ebriedad es el paso a una sabiduría suprema, divina. La poesía es y será, desde entonces, desarreglo y quintaesencia y destilación de todos los venenos y todas las pasiones. Nada más propicio a la poética dariana.

En la estela narcótica, exaltada, encontramos al Valle-Inclán de La pipa de kif, a Manuel Machado en “Alcohol” o a Francisco Villaespesa con “Ensueño de opio”. Y enseguidal de forma más decisiva y samurái, a los expresionistas, los dadás, los surreales. Se trata de una rendición de honores a lo estupefaciente, a su libertad nebulosa o cristalina de paraíso artificial, como forma de huir de la realidad, que es siempre vulgar y dañina, o de volver a construirla por contraste, y como búsqueda de una estética nueva acorde a una espiritualidad nueva. Lo había dicho Juan Ramón Jiménez en conversaciones con Ricardo Gullón: el modernismo era una profunda crisis de la espiritualidad, una revolución que se habría iniciado hacia mediados del siglo XIX en Alemania[ix].
El modernismo debe ser algo más que una escuela o una tendencia. Así lo entienden Gullón o Juan Ramón Jiménez. De esta misma forma Miguel de Unamuno o Antonio Machado entienden el modernismo como una pulsión imparable, irreprimible, que hay que pulir y reconducir con inteligencia hacia la inteligencia.
Así pues, el Modernismo rubendariano no puede entenderse solo desde los anteojos superficiales y fáciles de lo fácil, lo extravagante, lo exuberante, lo exótico o lo evasivo. Sin dejar de ser cierto –como es evidente– que en ocasiones se tiende a una literatura aparencial, sensitiva, sentimental, no es menos cierto que se debe buscar una gran intuición cognoscitiva, esencial, que procura el conocimiento de la realidad. El poeta modernista no será ajeno a la inquisición metafísica. Pensemos, por ejemplo, en la última poesía de Rubén o en “Lo fatal”.

Lo que defendemos aquí es la conciencia de esa “superficialidad” como arma que se arroja a las normalidades y las vulgaridades de la realidad contemporánea para resquebrajarla e investigarla en sus símbolos y en el significado de su sinfonía profunda. El conocido fragmento del prólogo de Prosas profanas y otros poemas se debe entender como fundamento y exégesis de sus actitudes éticas y estéticas:

mas he aquí que veréis en mis versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos o imposibles: ¡qué queréis!, yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer; y a un presidente de República, no podré saludarle en el idioma en que te cantaría a ti, ¡oh Halagabal!, de cuya corte —oro, seda, mármol— me acuerdo en sueños... [x]

Rubén Darío busca en sus poemas nuevos ritmos, nuevas cadencias, nuevas resonancias, nuevos universos, un nuevo glamour, y lo hace con ese íntimo convencimiento de que una poderosa fuerza subterránea alimenta las formas del espíritu. Un ejemplo de ello es “Ama tu ritmo”:

Ama tu ritmo y ritma tus acciones 
bajo su ley, así como tus versos;
 
eres un universo de universos
 
y tu alma una fuente de canciones.

La celeste unidad que presupones 
hará brotar en ti mundos diversos,
 
y al resonar tus números dispersos
 
pitagoriza en tus constelaciones.

Escucha la retórica divina 
del pájaro del aire y la nocturna
 
irradiación geométrica adivina;

mata la indiferencia taciturna 
y engarza perla y perla cristalina
 
en donde la verdad vuelca su urna[xi].

Sé tú mismo. Sé tu ritmo, tu ebriedad, tu desorden, tu dispèrsión. El dandismo, el decadentismo, el torremarfilismo son formas de la bizarría baudelaireana, y esa “irregularidad” ha de ser leída también como manifestación de la ebrietas. El desorden del que beben la vida, la belleza y los signos inaugura un orden nuevo, un orden solar, de constelaciones. Desde la ebriedad a una armonía trascendente: esta es la dirección poética de Rubén Darío.
Ya Charles Baudelaire era consciente de esta intimidad con que la belleza y la ebriedad se convocan. También en la Belleza anida la ebriedad, la exaltación irracional. Así, en el “Himno a la Belleza” de Las flores del mal se puede preguntar:

¿Vienes del cielo profundo o surges del abismo,
oh, Belleza? Tu mirada, infernal y divina,
vierte confusamente el favor y el crimen,
y se puede, por esto, compararte al vino[xii].

También lo canta Rimbaud, en un verso que es un resto, un fragmento, sin contexto y sin más mérito que ser terrible.

Ebrio, el poeta injuria, gritando, al Universo [xiii].

El Universo que aparece en este verso no admite –en principio– una lectura metafísica, ni filosófica. Es en realidad uno de los cafés de Charleville, adonde el poeta se acercaba con frecuencia. Interesan, sin embargo, varios conceptos recogidos en él: la ebriedad, la injuria, el poeta que grita contra el café o contra el universo. De esta mínima expresión poética se deduce una idea de lo que habrá de ser la poesía modernista. De Baudelaire parte esa vía poética que se bifurca en las obras de Mallarmé y Rimbaud, hacia el lenguaje y hacia la vida respectivamente, en formas de indagación del ser. Rubén Darío es en cierto sentido lugar poético en que confluyen estas aspiraciones, desde la ebriedad.

Esto así, en Rubén Darío, la ebrietas no será en ningún caso un estado, sino un don. Como en Claudio Rodríguez, el don de la luz, la claridad y la videncia.

Ninfas, danzad. El alisio
besa vuestros pies.
El virtual don de Dionisio
con vosotras es.[xiv]

Así nos lo dice en la “Danza elefantina” de El canto errante. No es un estado la ebrietas, sino un don. La poesía de Rubén Darío es la danza a que nos invitan el lenguaje de lo sensual y el conocimiento que de él se deriva, la consumación de “el divino poder / de cantar”[xv].
La canción, el poema, el canto son un poder otorgado por los dioses. Por boca del poeta, como en Platón, hablan los dioses de las alturas, del más allá, de dentro. Por boca del poeta se manifiesta Dionisio, se pronuncia Apolo. En el poeta hay un asombro, un arrobamiento, un éxtasis, un rapto. Desde la ebriedad, desde la inconsciencia, desde la palabra que es algo más que su palabra, el poeta canta:

Mi dulce musa Delicia
Me trajo un ánfora griega
Cincelada en alabastro,
De vino de Naxos llena;
Y una hermosa copa de oro,
La base henchida de perlas,
Para que bebiese el vino
Que es propicio a los poetas[xvi].

El vino será propicio al poeta porque ilumina, revela, invita al baile de la realidad y el conocimiento. Hay en la obra del poeta nicaragüense una especial imantación entre lo apolíneo (razón, elegancia, armonía) y lo dionisíaco (pasión, mito, carne) como ofrenda de lo espiritual y lo carnal en aras del conocimiento humano. El Nosce te ipsum clásico se ejerce en sus palabras desde los ámbitos de la belleza y la ebriedad. La raíz de sus poemas se clava una y otra vez en los reinos de lo dionisíaco, en la pulsión vital, en el erotismo mortal, en la necesidad de desenfreno y éxtasis ante el dolor y la belleza del mundo.

Lírica procesión al viento esparce
los cánticos rituales de Dioniso,
el evohé de las triunfales fiestas,
la algazara que enciende con su risa
la impúber tropa de saltantes niños,
y el vivo son de músicas sonoras
que anima el coro de bacantes ebrias.
En el concurso báquico el primero,
regando rosas y tejiendo danzas,
garrido infante, de Eros por hermoso
émulo y par, risueño aparecía.
Y de él en pos las ménades ardientes,
al aire el busto en que su pompa erigen
pomas ebúrneas; en la mano el sistro,
y las curvas caderas mal veladas
por las flotantes, desceñidas ropas,
alzaban sus cabezas que en consorcio
circundaban la flor de Citerea
y el pámpano fragante de las viñas.
Aún me parece que mis ojos tornan
al cuadro lleno de color y fuerza (…) [xvii].

El orden formal, praxitelino, de cierta parte de su poesía, la resonancia exótica de los inicios, la hiperestesia formalista, el cosmopolitismo arrogante y frívolo de ciertas composiciones sientan las bases de una poesía que se convertirá con el tiempo en expresión de un alto designio existencial e inquisición en la naturaleza del ser.

El ánfora funesta del divino veneno 
que ha de hacer por la vida la tortura interior,
la conciencia espantable de nuestro humano cieno
y el horror de sentirse pasajero, el horror

de ir a tienrtas, en intermitentes espantos,
hacia lo inevitable, desconocido, y la
pesadilla brutal de este dormir de llantos
¡de la cual no hay más que Ella que nos despertará! [xviii]

Como en Juan Ramón, en Unamuno y en Machado hay una depuración no solo estilística, sino que alcanza a la pulcritud de la idea y a la desnudez abundante del conocimiento. En Rubén como en Juan Ramón se puede observar ese movimiento decisivo entre las dimensiones sensitiva e intelectiva de la creación, hacia la totalidad.
 Danzan las ninfas al son de la lira, dueñas del don de Dionisio, dios del vino y del desenfreno, liberación, crítica, hedonismo, locura que es rito y éxtasis.

4.     Ebriedad del dolor

La ebrietas, concebida platónicamente como entusiasmo, inspiración o éxtasis, es origen y destino en el caudal poético rubendariano. En nuestra intervención hemos intentado describir el sentido que adquiere en la obra del poeta nicaragüense como revolución del lenguaje, como pulsión sensual y como origen de la palabra poética, desde los iniciales Epístolas y poemas (1885) a los grandes libros (Azul…, Prosas profanas y otros poemas, Cantos de vida y esperanza, El canto errante) o los poemas dispersos.
Como piedra de toque y epicentro en que confluyen los simbolismos, la marea romántica y las aperturas modernistas y, en cierto sentido, algunas experiencias de vanguardia, en Rubén Darío está todo. A la busca de una claridad incendiada de matices divinos y muy humanos, la mirada del poeta se declara hija de la iluminación, que referirá los rumbos posibles de la ebrietas que reúne bajo su manto de estrellas a Arthur Rimbaud y Pere Gimferrer, a Paul Verlaine y Claudio Rodríguez, a Gerard de Nerval y Antonio Martínez Sarrión.

Casi en este mismo sentido esencial, litúrgico, lisérgico, se preserva la noción de ebrietas desde la antigua Grecia, tan cara a Darío. En su mitología la ebriedad se personificaba en diferentes figuras: Sileno, Dioniso, las ménades, las bacantes, las ninfas… Era Sileno un sátiro raro, gordo y viejo, dios menor de la embriaguez y, cuando estaba ebrio, poseía una sabiduría especial y el don de la profecía. Así, el rey frigio Midas aprendió de él que lo mejor para un hombre era no nacer o, si tenía la desgracia de nacer, al menos morir lo más pronto posible. Esta misma sabiduría pesimista encontramos en el Rubén Darío meditativo del “Nocturno” de Cantos de vida y esperanza o en el conocido “Lo fatal”:

pues no hay mayor dolor que el dolor de ser vivo
ni mayor pesadumbre que la vida consciente[1].

A esta misma raíz dionisíaca pertenece el hecho de que a Sileno se le atribuyan la invención de la flauta o el origen de la danza silena. Suena una música ebria en todo esto y es una música que se puede rastrear en una de las obras poéticas más determinantes del siglo XX. El ánfora sigue llena de vino. Dionisio derrama sobre nosotros su carquesio.




BIBLIOGRAFÍA:

·   AZAM, Gilbert. file:///D:/Mis%20documentos/Downloads/del-modernismo-al-postmodernismo-con-juan-ramn-jimnez-0.pdf
·        BAUDELAIRE, Charles. Las flores del mal
·    DARÍO, Rubén. 1967. Poesías completas. Edición de Antonio Oliver Belmás. Madrid: Aguilar
·        DARÍO, Rubén (2016). Del símbolo a la realidad. Obra selecta. Edición conmemorativa. Real Academia Española. Asociación de Academias de la lengua española. Barcelona: RAE
·       DE QUINCEY, Thomas. Confesiones de un comedor de opio. Alianza.
·  RIMBAUD, Arthur. A. Rimbaud, Iluminaciones y Cartas del vidente (Ed. bilingüe, Juan Abeleira), Hiperión, Madrid, 1995









[i] DARÍO, Rubén. 1967. Poesías completas. “Selección de textos dispersos”, pág. 435.
[ii] DARÍO, Rubén. “Víctor Hugo y la tumba”, 59-60, de Epístolas y poemas

[iii] En VIDAL CALATAYUD, José. Nietzsche contra Heidegger. Ontología estética.: Hilos de Ariadna I. 2008. pág. 214

[iv] DARÍO, Rubén., “Canto de la sangre”, Prosas profanas y otros poemas
[v] DARÍO, Rubén. Prosas profanas y otros poemas, “Otro decir”.
[vi] BAUDELAIRE, Charles. Obra poética completa, Edición bilingüe de Enrique López Castellón. Akal. Vía Láctea, 2003. Pág. 467
[vii] DE QUINCEY, Thomas. Confesiones de un comedor de opio. Alianza.
[viii] RIMBAUD, Arthur. Iluminaciones y Cartas del vidente (Ed.bilingüe, Juan Abeleira), Hiperión, Madrid, 1995, pág. 56
[ix] AZAM, Gilbert. file:///D:/Mis%20documentos/Downloads/del-modernismo-al-postmodernismo-con-juan-ramn-jimnez-0.pdf
[x] DARÍO, Rubén. Prosas profanas y otros poemas.
[xi] DARÍO, Rubén. op. cit. “Las ánforas de Epicuro”,
[xii] BAUDELAIRE, Charles. Las flores del mal. Alianza.
[xiii] RIMBAUD, Arthur. Poesías completas, Libroidot.com, pág. 172
[xiv] DARÍO, Rubén. El canto errante, “Danza elefantina”.
[xv] DARÍO, Rubén. “Lírica”, pág. 359-360
[xvi] DARÍO, Rubén, Azul…, “Primaveral”, 159-160.
[xvii] DARÍO, Rubén, “Recreaciones arqueológicas”, I, Friso, 221
[xviii] DARÍO, Rubén, Cantos de vida y esperanza, Los cisnes y otros poemas. “Nocturno”, pág. 270


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