martes, 9 de enero de 2018

La irreverencia y el infierno de Reynaldo Arenas

La irreverencia y el infierno de 
Reynaldo Arenas


Reinaldo Arenas nació en Aguas Claras, cerca de Holguín, en el interior pobre y campesino de Cuba, en 1943. Estudió en la Universidad de La Habana y trabajó durante algunos años en la Biblioteca Nacional. Se unió a la revolución en su juventud, pensando que en ella hallaría justicia social y libertad. Muy pronto se dio cuenta del gran desengaño que lo esperaba. No solo desengaño: censura, persecución, violencia, trabajos forzados, cárceles, enterramiento vivo. En su “Autoepitafio”, muy poco antes de morir, lo intentaba explicar: 

            Conoció la prisión, el ostracismo,
            el exilio, las múltiples ofensas
            típicas de la vileza humana;
            pero siempre lo escoltó cierto estoicismo
            que le ayudó a caminar por cuerdas tensas
            o a disfrutar del esplendor de la mañana.
            Y cuando ya se bamboleaba surgía una ventana
            por la cual se lanzaba al infinito.

            El infinito y la tierra y el dolor. Eso fue Reynaldo Arenas.

Por qué esta sensación de ir a buscarte
hacia donde por mucho que vuele
no he de hallarte.

Buscar y no encontrar. Reynaldo Arenas fue una isla en el infierno. También fue flor de un diente de león, que de aquí para allá arrastraron los vientos, despojado de amigos, madre, dinero, amor, palabras. Al menos –se decía–, la muerte siempre estaba ahí. Desde los bueyes de su niñez, que morían de dolor cuando les reventaban con mazas los testículos, hasta aquella muerte suya, elegida, en Nueva York, 7 de diciembre de 1990, cuando ya no podía ni escribir y había dado por concluida su obra. 
Desde muy pronto fue consciente de que antes y después del espanto solo había espanto y de que tras el espanto habría de venir otro espanto mayor que nos hiciera echar de menos ese espanto primero.

Detrás de todo el fango que te asfixia
hundiéndote más y más en el espanto,
se esconde el gran fanguero que propicia
tu resbalar más hondo hacia el espanto.

El espanto que ves se llama espanto
pero podría llamarse Juan o Alicia.
Ya verás algún día qué es espanto
y evocarás este espanto cual caricia.

Este poema fue escrito en La Habana en 1969, muy pronto en su vida, apenas con 26 años, cuando aún estaba todo por venir. Mucho después, en Antes que anochezca, a la muerte le dedicará su canción de amor: “(La muerte) ha sido siempre para mí una compañera tan fiel, que a veces lamento morirme solamente porque entonces tal vez la muerte me abandone.” Este abandono definitivo es el de Sakountala, repudiado por el país que amó hasta los huesos, el mismo país que lo negó y quiso enterrarlo vivo. Lo había contado desde la prisión del Morro, en la misma entrada al puerto de La Habana, en 1975: 

Ahora me comen.
Ahora siento cómo suben y me tiran de las uñas.
Oigo su roer llegarme hasta los testículos.
Tierra, me echan tierra.
Bailan, bailan sobre este montón de tierra
y piedra
que me cubre.
Me aplastan y vituperan
repitiendo no sé qué aberrante resolución que me atañe.
Me han sepultado.
Han danzado sobre mí.
Han apisonado bien el suelo.
Se han ido, se han ido dejándome bien muerto y enterrado.
Este es mi momento.


Quince años después, la soledad, el SIDA y un desencanto abismal le habían arrebatado sus últimas fuerzas. Al menos, la muerte siempre estaba ahí, como una fidelidad ejemplar, como una pobre salvación: 

Queridos amigos: debido al estado precario de mi salud y a la terrible depresión sentimental que siento al no poder seguir escribiendo y luchando por la libertad de Cuba, pongo fin a mi vida.

Mejor que nadie lo expresa Guillermo Cabrera Infante: “Decir que Reynaldo Arenas atravesó como un cometa la literatura cubana y no decir que fue un bólido salido del infierno es mentir a medias.” 
O su amigo Juan Abreu: “(Reynaldo) solía afirmar que Dios nos había hecho trampas, que el planeta Tierra era el Infierno”, un lugar inhabitable. Reynaldo pensaba entonces como Samuel Beckett: “cuando uno está con la mierda hasta el cuello sólo queda cantar”. 
Y eso hizo: cantar, pero cantar la barbarie que exterminó al indio cubano y que había explotado al negro y que convirtió en prisionero y en esclavo al escritor y al homosexual que era. Cantar toda su desolación en versos como arañazos: 

Canta,
que alguien sepa que estallas,
que alguien sepa que todos estamos estallando siempre,
que alguien allá, mucho más allá,
en otro tiempo,
(el del odio, el de las aguzadas furias)
oiga tu estallido siempre.

Alma gemela de cualquier rebeldía, el novelista Roberto Bolaño cuenta en Estrella distante cómo el golpe de estado de Pinochet había partido por la mitad, de un mazazo, las ilusiones y la realidad del Chile de 1973, y se llevó la juventud e hizo desaparecer cualquier rastro de inteligencia o esperanza. La muerte de Allende o la de Roque Dalton, mientras dormían, habían sido aldabonazos brutales en los 20 años de Bolaño. En el caso de Reinaldo Arenas la llegada al poder del socialismo de Fidel Castro, esperanzadora en un primer momento, acabó por convertir la isla en una gran cárcel y cualquier tipo de disidencia (política, moral, intelectual o sexual) en un peligro. Los peligros se purgaban en las cárceles y en los campos de trabajo. 

¡No, música tenaz, me hables del cielo!,
donde es obligación cavar la tierra.

El desencanto. El desengaño. La decepción. La contrariedad. Reinaldo Arenas fue uno de esos seres que se caen y se golpean lo más fuerte posible con lo más duro de la realidad en toda la boca, que de repente se ha convertido en un manantial de sangre y en un montón de huesos y de astillas y en esputos de sangre y dientes. Una tras otra, las experiencias de su vida son un alma destrozada. Con Reynaldo Arenas, como explica en El mundo alucinante, podríamos decir: “y yo casi hubiera temblado de no haber sido porque hacía rato que estaba temblando”.
Reynaldo, poesía indisciplinada e irreverencia, poesía urbana, poesía homosexual, poesía política. La respuesta es el castigo: 

El verano –grita en El mundo alucinante-. La fiebre del calor ha puesto de mala sangre a los carceleros que, molestos por mis gritos, entran a mi celda y me muelen a golpes. Pido a Dios que me conceda una prueba de su existencia mandándome la muerte. Pero dudo que me oiga. De estar Dios aquí se hubiera vuelto loco.

En 1980 se escapó de Cuba en el Mariel. Ya en Nueva York, en 1985, contaría la alegría a medias de cruzar el mar después de falsificar su documento de identidad. Sí, el sabor amargo de la llegada adónde, a ninguna parte: 

Nosotros vinimos por el aire
Nosotros vinimos por el mar 
Nosotros llegamos amarrados a la cámara de un auto 
Nosotros llegamos sujetos a la rueda de un avión 
Nosotros salimos conjurando tiburones y guardacostas 
Nosotros salimos taladrando un túnel en el aire 
Nosotros salimos agarrados a la cola de un cometa 
Nosotros llegamos a nado, vomitando la bilis, 
soltando el bofe, 
los huesos al sol, deshidratados, 
descarnado el corazón. 
Sí, sin duda somos los más dichosos 
-los afortunados. 
Los demás yacen sin tiempo bajo el mar 
o condenan nuestra fuga 
mientras secreta y desesperadamente desean partir. 

En la entrevista con Jana Bokova, para la BBC, y en el documental Conducta impropia, que se proyectaría en Cannes, lo explica muy bien. La sensación es la de haber escapado de una casa en llamas y de sentir alivio por estar vivo, pero la casa ha ardido hasta los cimientos y ya no es. Y eso duele.
Llegó a Florida, donde tampoco halló su sitio. Luego vio caer la nieve por primera vez en el invierno de Nueva York, para muy pronto hundirse en los infiernos del sida que asola la ciudad, “con esa tristeza del desterrado que es desterrado de su destierro”.   
Tampoco la Gran Ciudad se había portado bien con él: allí solo importaba el dinero. Allí había seguido conociendo la miseria, la enfermedad, la marginación y lo que llamó la “artificiosa libertad del capitalismo”, la gran mentira. 
En 1987 había sido diagnosticado de SIDA, pero ya para entonces eso era apenas el mazazo final que lo descuartizaba. Como tantos otros, fue víctima de la gran epidemia, desconocida, silenciada, mirada con repulsión, abandonada por autoridades y gobiernos. Como él, Robert Mappelthorpe o Michel Foucault, Rudolf Nureyev o Isaac Asimov, Keith Haring o Anthony Perkins acabaron sucumbiendo al virus. Y, sobre todo, al desconocimiento y a la falsa moralidad y a la falta de investigación y a la dejadez. Una generación esquilmada en todo su esplendor.

Jamás podré explicarme que la muerte
siendo como es, sencillamente muerte, 
transfiera esa sensación de ver la muerte
como un rio que nos lleva hacia la muerte.

¿Qué, después de la muerte, sino la muerte
puede haber si vivo sólo hay muerte?
Sin embargo, ¿cómo vivir para la muerte
o cómo acostumbrase a todo muerte?

De tanto interrogar sobre la muerte
no obteniendo más respuestas que la muerte
(muerte por muerte, y luego ¿sólo muerte?)

a veces pienso si este cantar de muerte
me salva para siempre de la muerte
o me condena, sin morir, a muerte.

(La Habana, 1970)

Reynaldo siente que el agua ruge su nombre.
Reynaldo come tierra.
Reynaldo tiene un don.
Reynaldo adora su máquina de escribir y llega a ella como el pianista llega al piano.
Reinaldo Arenas es la lepra de un sistema y la letanía de una existencia en daño. En la cárcel y en el campo de trabajo. Como Oscar Wilde. Como Marcos Ana.
Reynaldo adora la juventud del mundo, pero ya no la ve en ningún lado.
“Lo peor –dice Arenas– era, sin duda, la impotencia ante la injusticia, la paranoia de tener la obligación de aplaudir y celebrar las leyes que te encarcelaban después”. El caso Padilla significó un antes y un después en el devenir de la revolución y en el lugar que en ella ocuparon los intelectuales. También Cortázar, tan cercano a aquel “hombre nuevo” que reclamaba Ernesto Guevara, se desmarcó de las violencias del régimen. La represión comunista se convertiría en la gran espina clavada en el costado de Arenas hasta sus últimos días, hasta sus últimas palabras, poco antes de suicidarse. "Cuba será libre –dice–. Yo ya lo soy” y en la soledad de su apartamento en la Gran Ciudad, en su destierro desterrado, en su ostracismo, ingiere su cóctel de alcohol y tranquilizantes.
En distintas ocasiones confesó sólo haber conocido el infierno. No en vano, Inferno se llama el volumen que recoge su poesía completa, como contrapunto al Paradiso del maestro Lezama Lima, en línea paralela a los infiernos dantescos, donde nunca cupo la esperanza.  

Todo lo que pudo ser, aunque haya sido,
jamás ha sido como fue soñado.
El dios de la miseria se ha encargado
de darle a la realidad otro sentido.

(La Habana, 1972)

Reynaldo graba su nombre en los árboles, pero solo la mitad de su nombre: Rey. Ya por entonces, un niño, lo sabía: “Los árboles tienen una vida secreta que sólo les es dado conocer a los que se trepan a ellos”. Su propio abuelo y el Gran Abuelo de Cuba habrán de cortar todos y cada uno de los árboles en que él se atreva a escribir su nombre, a los que él pretenda subir. 

La belleza es contrarrevolucionaria.
La belleza es peligrosa.

La belleza es el enemigo.


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