La
irreverencia y el infierno de
Reynaldo Arenas
Reinaldo Arenas
nació en Aguas Claras, cerca de Holguín, en el interior pobre y campesino de
Cuba, en 1943. Estudió en la Universidad de La Habana y trabajó durante algunos
años en la Biblioteca Nacional. Se unió a la revolución en su juventud,
pensando que en ella hallaría justicia social y libertad. Muy pronto se dio
cuenta del gran desengaño que lo esperaba. No solo desengaño: censura,
persecución, violencia, trabajos forzados, cárceles, enterramiento vivo. En su
“Autoepitafio”, muy poco antes de morir, lo intentaba explicar:
Conoció la prisión, el ostracismo,
el exilio, las múltiples ofensas
típicas de la vileza humana;
pero siempre lo escoltó cierto estoicismo
que le ayudó a caminar por cuerdas tensas
o a disfrutar del esplendor de la mañana.
Y cuando ya se bamboleaba surgía una ventana
por la cual se lanzaba al infinito.
El infinito y la tierra y el dolor. Eso fue Reynaldo Arenas.
Por
qué esta sensación de ir a buscarte
hacia
donde por mucho que vuele
no
he de hallarte.
Buscar
y no encontrar. Reynaldo Arenas fue una isla en el infierno. También fue flor
de un diente de león, que de aquí para allá arrastraron los vientos, despojado
de amigos, madre, dinero, amor, palabras. Al menos –se decía–, la muerte
siempre estaba ahí. Desde los bueyes de su niñez, que morían de dolor cuando
les reventaban con mazas los testículos, hasta aquella muerte suya, elegida, en
Nueva York, 7 de diciembre de 1990, cuando ya no podía ni escribir y había dado
por concluida su obra.
Desde
muy pronto fue consciente de que antes y después del espanto solo había espanto
y de que tras el espanto habría de venir otro espanto mayor que nos hiciera
echar de menos ese espanto primero.
Detrás
de todo el fango que te asfixia
hundiéndote
más y más en el espanto,
se
esconde el gran fanguero que propicia
tu
resbalar más hondo hacia el espanto.
El
espanto que ves se llama espanto
pero
podría llamarse Juan o Alicia.
Ya
verás algún día qué es espanto
y
evocarás este espanto cual caricia.
Este
poema fue escrito en La Habana en 1969, muy pronto en su vida, apenas con 26
años, cuando aún estaba todo por venir. Mucho después, en Antes que
anochezca, a la muerte le dedicará su canción de amor: “(La muerte) ha sido
siempre para mí una compañera tan fiel, que a veces lamento morirme solamente
porque entonces tal vez la muerte me abandone.” Este abandono definitivo es el
de Sakountala, repudiado por el país que amó hasta los huesos, el mismo país
que lo negó y quiso enterrarlo vivo. Lo
había contado desde la prisión del Morro, en la misma entrada al puerto de La
Habana, en 1975:
Ahora me comen.
Ahora siento cómo suben y me tiran de las uñas.
Oigo su roer llegarme hasta los testículos.
Tierra, me echan tierra.
Bailan, bailan sobre este montón de tierra
y piedra
que me cubre.
Me aplastan y vituperan
repitiendo no sé qué aberrante resolución que me atañe.
Me han sepultado.
Han danzado sobre mí.
Han apisonado bien el suelo.
Se han ido, se han ido dejándome bien muerto y enterrado.
Este es mi momento.
Ahora siento cómo suben y me tiran de las uñas.
Oigo su roer llegarme hasta los testículos.
Tierra, me echan tierra.
Bailan, bailan sobre este montón de tierra
y piedra
que me cubre.
Me aplastan y vituperan
repitiendo no sé qué aberrante resolución que me atañe.
Me han sepultado.
Han danzado sobre mí.
Han apisonado bien el suelo.
Se han ido, se han ido dejándome bien muerto y enterrado.
Este es mi momento.
Quince
años después, la soledad, el SIDA y un desencanto abismal le habían arrebatado
sus últimas fuerzas. Al menos, la muerte siempre estaba ahí, como una fidelidad
ejemplar, como una pobre salvación:
Queridos amigos:
debido al estado precario de mi salud y a la terrible depresión sentimental que
siento al no poder seguir escribiendo y luchando por la libertad de Cuba, pongo
fin a mi vida.
Mejor
que nadie lo expresa Guillermo Cabrera Infante: “Decir que Reynaldo Arenas atravesó
como un cometa la literatura cubana y no decir que fue un bólido salido del
infierno es mentir a medias.”
O su amigo Juan
Abreu: “(Reynaldo) solía afirmar que Dios nos había hecho trampas, que el
planeta Tierra era el Infierno”, un lugar inhabitable. Reynaldo pensaba
entonces como Samuel Beckett: “cuando uno está con la mierda hasta el cuello
sólo queda cantar”.
Y eso hizo: cantar,
pero cantar la barbarie que exterminó al indio cubano y que había explotado al
negro y que convirtió en prisionero y en esclavo al escritor y al homosexual
que era. Cantar toda su desolación en versos como arañazos:
Canta,
que alguien sepa
que estallas,
que alguien sepa
que todos estamos estallando siempre,
que alguien allá,
mucho más allá,
en otro tiempo,
(el del odio, el de
las aguzadas furias)
oiga tu estallido
siempre.
Alma
gemela de cualquier rebeldía, el novelista Roberto Bolaño cuenta en Estrella
distante cómo el golpe de estado de Pinochet había partido por la
mitad, de un mazazo, las ilusiones y la realidad del Chile de 1973, y se llevó
la juventud e hizo desaparecer cualquier rastro de inteligencia
o esperanza. La muerte de Allende o la de
Roque Dalton, mientras dormían, habían sido aldabonazos
brutales en los 20 años de Bolaño. En el caso de Reinaldo Arenas la
llegada al poder del socialismo de Fidel Castro,
esperanzadora en un primer momento, acabó por convertir la isla en
una gran cárcel y cualquier tipo de disidencia
(política, moral, intelectual o sexual) en un peligro.
Los peligros se purgaban en las cárceles y en los campos de
trabajo.
¡No,
música tenaz, me hables del cielo!,
donde
es obligación cavar la tierra.
El
desencanto. El desengaño. La decepción. La contrariedad. Reinaldo Arenas fue
uno de esos seres que se caen y se golpean lo más fuerte posible con lo más
duro de la realidad en toda la boca, que de repente se ha convertido en un
manantial de sangre y en un montón de huesos y de astillas y en esputos de
sangre y dientes. Una tras otra, las experiencias de su vida son un
alma destrozada. Con Reynaldo Arenas, como explica en El mundo
alucinante, podríamos decir: “y yo casi
hubiera temblado de no haber sido porque hacía rato que estaba temblando”.
Reynaldo, poesía
indisciplinada e irreverencia, poesía urbana, poesía homosexual, poesía
política. La respuesta es el castigo:
El verano –grita en El mundo
alucinante-. La fiebre del calor ha puesto de mala sangre a los carceleros
que, molestos por mis gritos, entran a mi celda y me muelen a golpes. Pido a
Dios que me conceda una prueba de su existencia mandándome la muerte. Pero dudo
que me oiga. De estar Dios aquí se hubiera vuelto loco.
En 1980 se escapó
de Cuba en el Mariel. Ya en Nueva York, en 1985, contaría la alegría a medias
de cruzar el mar después de falsificar su documento de identidad. Sí, el sabor
amargo de la llegada adónde, a ninguna parte:
Nosotros
vinimos por el aire
Nosotros
vinimos por el mar
Nosotros
llegamos amarrados a la cámara de un auto
Nosotros
llegamos sujetos a la rueda de un avión
Nosotros
salimos conjurando tiburones y guardacostas
Nosotros
salimos taladrando un túnel en el aire
Nosotros
salimos agarrados a la cola de un cometa
Nosotros
llegamos a nado, vomitando la bilis,
soltando
el bofe,
los
huesos al sol, deshidratados,
descarnado
el corazón.
Sí,
sin duda somos los más dichosos
-los
afortunados.
Los
demás yacen sin tiempo bajo el mar
o
condenan nuestra fuga
mientras
secreta y desesperadamente desean partir.
En la entrevista
con Jana Bokova, para la BBC, y en el documental Conducta impropia,
que se proyectaría en Cannes, lo explica muy bien. La sensación es la de haber
escapado de una casa en llamas y de sentir alivio por estar vivo, pero la casa
ha ardido hasta los cimientos y ya no es. Y eso duele.
Llegó a Florida,
donde tampoco halló su sitio. Luego vio caer la nieve por primera vez en el
invierno de Nueva York, para muy pronto hundirse en los infiernos del sida que asola la ciudad, “con
esa tristeza del desterrado que es desterrado de su destierro”.
Tampoco
la Gran Ciudad se había portado bien con él: allí solo
importaba el dinero. Allí había seguido conociendo la
miseria, la enfermedad, la marginación y lo que llamó la “artificiosa
libertad del capitalismo”, la gran mentira.
En
1987 había sido diagnosticado de SIDA, pero ya para
entonces eso era apenas el mazazo final que lo
descuartizaba. Como tantos otros, fue víctima de la gran epidemia,
desconocida, silenciada, mirada con repulsión, abandonada por autoridades y
gobiernos. Como él, Robert Mappelthorpe o Michel Foucault, Rudolf Nureyev o
Isaac Asimov, Keith Haring o Anthony Perkins acabaron sucumbiendo al virus. Y,
sobre todo, al desconocimiento y a la falsa moralidad y a la falta de investigación
y a la dejadez. Una generación esquilmada en todo su esplendor.
Jamás
podré explicarme que la muerte
siendo
como es, sencillamente muerte,
transfiera
esa sensación de ver la muerte
como
un rio que nos lleva hacia la muerte.
¿Qué,
después de la muerte, sino la muerte
puede
haber si vivo sólo hay muerte?
Sin
embargo, ¿cómo vivir para la muerte
o
cómo acostumbrase a todo muerte?
De
tanto interrogar sobre la muerte
no
obteniendo más respuestas que la muerte
(muerte
por muerte, y luego ¿sólo muerte?)
a
veces pienso si este cantar de muerte
me
salva para siempre de la muerte
o
me condena, sin morir, a muerte.
(La
Habana, 1970)
Reynaldo
siente que el agua ruge su nombre.
Reynaldo
come tierra.
Reynaldo
tiene un don.
Reynaldo
adora su máquina de escribir y llega a ella como el pianista llega al piano.
Reinaldo Arenas es
la lepra de un sistema y la letanía de una existencia en daño. En la cárcel y
en el campo de trabajo. Como Oscar Wilde. Como Marcos Ana.
Reynaldo
adora la juventud del mundo, pero ya no la ve en ningún lado.
“Lo
peor –dice Arenas– era, sin duda, la impotencia ante la injusticia, la paranoia
de tener la obligación de aplaudir y celebrar las leyes que te encarcelaban
después”. El caso Padilla significó un antes y un después en el devenir de la
revolución y en el lugar que en ella ocuparon los intelectuales. También
Cortázar, tan cercano a aquel “hombre nuevo” que reclamaba Ernesto Guevara, se
desmarcó de las violencias del régimen. La represión comunista se convertiría
en la gran espina clavada en el costado de Arenas hasta sus
últimos días, hasta sus últimas palabras, poco antes
de suicidarse. "Cuba será libre –dice–. Yo ya lo
soy” y en la soledad de su apartamento en la Gran Ciudad, en su destierro
desterrado, en su ostracismo, ingiere su cóctel de alcohol y
tranquilizantes.
En
distintas ocasiones confesó sólo haber conocido el infierno. No en vano, Inferno se
llama el volumen que recoge su poesía completa, como
contrapunto al Paradiso del maestro Lezama Lima, en
línea paralela a los infiernos dantescos, donde nunca cupo la
esperanza.
Todo lo que pudo ser, aunque haya sido,
jamás ha sido como fue soñado.
El dios de la miseria se ha encargado
de darle a la realidad otro sentido.
jamás ha sido como fue soñado.
El dios de la miseria se ha encargado
de darle a la realidad otro sentido.
(La Habana, 1972)
Reynaldo
graba su nombre en los árboles, pero solo la mitad de su nombre: Rey. Ya por
entonces, un niño, lo sabía: “Los árboles tienen una vida secreta que sólo les
es dado conocer a los que se trepan a ellos”. Su
propio abuelo y el Gran Abuelo de Cuba habrán de cortar todos y cada uno de los
árboles en que él se atreva a escribir su nombre, a los que él pretenda
subir.
La
belleza es contrarrevolucionaria.
La
belleza es peligrosa.
La
belleza es el enemigo.
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